[…] Lo primero que identifiqué, como seguramente hayáis adivinado, es que estaba en un estado vagal dorsal. Y que era este estado, y no otra cosa, lo que iniciaba y sostenía esta secuencia de interacción. Es decir, que yo andaba chungo y mi cuerpo emitía señales que hacían que todos a mi alrededor estuvieran afectados: mi hija, porque se sentía —seguramente— solita y y que le estaba tratando mal, y mi pareja porque estaría pensando cosas del tipo «ya le vale a este subnormal». […]
Me habéis preguntado varias veces cómo lo solucioné, así que creo que os debo una explicación.
Sobre todo, porque he visto en los comentarios que algunas y algunos de vosotros estáis pasando por algo similar, ¿verdad?
No me extraña, porque ese reflejo vagal dorsal, a menudo conectado con el trauma, es mucho más frecuente de lo que acostumbramos a reconocer en nuestra comunicación y funcionamiento habitual. Y enrevesa las cosas un montón.
Así que, nada, lo voy a contar.
Pero dejadme que, antes, cite el artículo al que me refiero, por si alguien ha llegado tarde o anda despistado: https://educacion-familiar.com/2021/07/31/a-mala-leche-con-los-dientes-una-secuencia-de-interaccion/
Pero, sobre todo, que lance una advertencia muy clarita: una cosa es la intervención educativa familiar, y otra muy diferente lo que a mí me sirve en casa. La primera, requiere un proceso de valoración profundo y sistemático, a veces, con el apoyo de otros profesionales especializados, que permite ver con claridad que puertas se pueden abrir, y qué teclas se pueden tocar, sobre todo, respetando la máxima de que lo más importante, incluso por encima del éxito de nuestro trabajo, es no dañar. La segunda, la de ahora, es sólo una reflexión rápida y útil que permite superar una situación.
Así que no pretendáis, en ningún caso, que os valga lo mismo que me sirvió a mí. Ni somos la misma persona, ni tenemos la misma afectación del sistema nervioso, ni nuestra historia o circunstancias son las mismas. Esto no es café para todos, sino una mera forma de activar la curiosidad.
Tampoco penséis que es lo único que se puede hacer, oye. Que hay muchos recursos que se pueden activar. No desesperéis.
Está claro, ¿verdad?
Dicho esto, al turrón.
Lo primero que identifiqué, como seguramente hayáis adivinado, es que estaba en un estado vagal dorsal. Y que era este estado, y no otra cosa, lo que iniciaba y sostenía esta secuencia de interacción. Es decir, que yo andaba chungo y mi cuerpo emitía señales que hacían que todos a mi alrededor estuvieran afectados: mi hija, porque se sentía —seguramente— solita y y que le estaba tratando mal, y mi pareja porque estaría pensando cosas del tipo «ya le vale a este subnormal».
Y es que “este subnormal” —levanto la mano con una sonrisa— se estaba protegiendo de una manera inadecuada porque, cada vez que tocaba lavar los dientes, se echaba a un lado, dejando el marrón a la pareja que, ni sabía ni tenía porqué saber lo motivos ocultos de esa actitud protectora (la evitación unida a la confianza en que ella sabría hacerlo mejor).
Así que, aunque la tendencia de todo mi organismo era a buscar desesperadamente una solución, o lo que es lo mismo, huir de ahí, sabía que lo que debía atender era mi estado, porque mientras no lo hiciera estaría en un agujero en el que podía hacer mil movidas, pero que ninguna me ayudaría a salir.
Así que lo primero, lo prioritario, lo namber guan era hacer algo para estar yo mejor. Y cuando estamos así, con la cabeza bajo tierra, apagados, de color gris, hay una cosa que tiene un poder especial para hacernos sentir mejor. Que a menudo no apetece, pero siempre suele ayudar a mejorar la situación: la ayuda de una persona de nuestra confianza y que pueda permanecer con nosotras o nosotros en un estado de calma, seguridad e integración.
Así que me levanté como si pesara 300 kg, y no recuerdo muy bien cómo, le comenté a Mariña —mi mujer— la situación:
—Oye, tronca, que no lo hemos hablado nunca, pero no puedo con eso —quizás le dije—. Me tumba. Y no me gusta nada lo que estoy provocando a mi alrededor.
Si no recuerdo bien la conversación, si el primer impacto: un sentimiento abrumador de vergüenza y vulnerabilidad, que me afectaba tanto en mi autoestima personal como profesional. Como si me encogiera dentro de mi cuerpo y cualquiera me pudiera pisar. Pero, como en ella puedo confiar al 100% no tuve que ocultar nada, así que ella pudo entender y sentir —seguramente— lo que me afectaba esta movida, resonando desde dentro con mi estado de ánimo.
—Ya, tío, a mí también me pasa —respondería, o similar—. Mira que somos cutres.
—Jajaja.
—Jajaja.
En una conversación de tres o cuatro líneas ya no estábamos solos. Formábamos parte de un equipo que tenía un reto chungo que afrontar. Y mucho me temo que esta conexión empática, real, no desde lo cognitivo, sino desde la más pura vulnerabilidad, fue el inicio de la solución. Porque si bien ambos nos seguíamos sintiendo amenazados, ahora formábamos parte de una manada y esta siempre, repito, siempre, se siente como un elemento protector.
Por la noche, se inició la secuencia de siempre.
Yo me había tirado un rato en la cama, porque el día había sido agotador y no podía más.
—¡No quiero! —escuché gritar a la niña.
«Hala. Movidote otra vez», me dije. Y antes de darme cuenta estaba de pie, caminando hacia el baño. Ni mi cuerpo pesaba, ni tenía ninguna sensación de angustia o irrealidad. Estaba enérgico, fuerte, e incluso con ganas de estar ahí.
Aibalahostia.
«Coño, coño, coño… esto es diferente, oye», escuché dentro de mí, con ese orgullo de quien sabe que ya ha superado la situación.
Y sí, claro, la niña protestó y lloró. Como no podía ser de otra manera. Que le jode limpiar los dientes y más cuando está cansada, a punto de dormir. Pero ahora yo le estaba dando el derecho a sentir lo que sentía, sin imponerle mi mundo interior.
A que mola.
¿Se ve?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com