[…] La tomé en brazos y la llevé al lavabo. Por el camino, ella pataleaba haciendo el tontorrón, en ese estado en el que uno no sabe si las niñas o niños juegan o nos toman el pelo y que, seguramente, no signifique ninguna de las dos cosas. […]
Ojo con esto.
Pero mucho ojito, oye. Que se nos pueden torcer mucho las cosas.
Reconozco que iba con mucha pereza. Últimamente nos estaba poniendo complicada la limpieza de dientes y, de alguna manera, intuía qué iba a pasar.
—Vamos. Toca limpiar los dientes —dije, con un tono de voz algo seco.
La niña salió corriendo en dirección contraria.
«¿Me estás vacilando?», me pregunté, y automáticamente noté como se me colocaba una piedra fría en el pecho. Se me fueron las ganas de todo.
—Anda ven —dije, caminando hacia ella.
Me esforcé un huevo en parecer conciliador, pero estoy seguro que ella lo percibió de otra manera.
La tomé en brazos y la llevé al lavabo. Por el camino, ella pataleaba haciendo el tontorrón, en ese estado en el que uno no sabe si las niñas o niños juegan o nos toman el pelo y que, seguramente, no signifique ninguna de las dos cosas.
Sea como sea, su actitud no mejoró mi estado de ánimo, cada vez más aplatanado y bajito.
Puse la pasta en el cepillo, y le pedí que abriera la boca.
—¡No, Amara! —gritó, pidiendo que le dejara hacerlo a ella sola.
—Vaaaale… —accedí, con hastío.
Pero no hubo nada de la colaboración que tampoco esperaba. Empezó a jugar con el cepillo, salpicando el espejo y el lavabo, y dejándolo todo perdido.
—Ya está bien —le corregí—. Te los limpio yo.
Le sujeté las manos con firmeza, y me dispuse a lavarle los dientes… hasta que descubrí, con horror, que cerraba la boca.
«Mecagoensuputavida», me dije por dentro. «A ver como hostias en vinagre me arreglo yo con esto».
Lo que vino después casi me cuesta contarlo. Así que lo resumo mucho, pero sin dejar de ser sincero:
Aita insiste, niña que cierra más la boca, Aita empieza a limpiar lo que puede de los dientes que están a mano, niña empieza a llorar porque siente, quizás, que no se le respeta o no se respetan sus límites, Aita aprovecha el llanto —y la boca abierta— para terminar de una pajotera ver con esta mierda de tarea, niña se rompe a llorar más si cabe, Aita se da cuenta de que es un burro y un subnormal de libro, y alza a la niña en brazos, que llora abrazada. Aita le pide perdón, entonces, a la niña, diciéndole, sin creérselo demasiado, que la próxima vez será más cuidadoso.
Crianza respetuosa, oye…
Vaya mierda, ¿verdad?
Y esta perla nace y se desarrolla en la mente de una persona que da consejos.
¿Cómo es posible? Con la formación que tienes, y lo bien que te explicas, tío…
Ya, lo que pasa es que, además de formación, conocimientos y práctica profesional, también tengo un sistema nervioso autónomo. Y éste, va a su pedo. El muy cabrón.
Salvo en el último momento de la secuencia, estuve todo el rato en un estado vagal dorsal —en términos de nuestros animales, el avestruz—, y eso condicionó desde el principio mi respuesta y, por tanto, la actitud de mi hija.
Tendemos a pensar en lo que pasa en nuestras casas, en términos de lo que decidimos o hacemos, pero las cosas, casi siempre, ocurren a un nivel más profundo: en la comunicación preconsciente que se establece entre nuestros cuerpos, es decir, entre nuestros sistemas nerviosos autónomos. Y el equilibrio al que llegamos es, de alguna manera, la mejor solución para ellos.
Para ilustrarlo, voy a activar el traductor. Sí, voy a ilustrar lo que pasó, en términos de cómo se activaron y desactivaron los diferentes estados de nuestro sistema nervioso:
PRIMERO. Aita está cansado. Apenas tiene fuerzas. Se dice a sí mismo que toca otra vez pelea y que, de alguna forma, no puede con ello. Este “no puedo”, “no lo soporto”, o “no soy capaz”, es lo que me conecta con la amenaza, es decir, con la sensación de estar expuesto a un peligro que no puedo gestionar.
SEGUNDO. En aita se activa un estado vagal dorsal. De ahí mi cara inexpresiva, mi rigidez y esa apatía generalizada, que traslada a la niña —más allá de lo que yo pueda o quiera mostrar— la sensación sentida de que algo va rematadamente mal.
TERCERO. La niña se siente que se tiene que proteger y que, de alguna manera, anda un poco sola, porque su padre se ha desconectado, y su madre anda recogiendo la mesa, sin prestarle demasiada atención. Por ello, se le activa el automático: su sistema nervioso simpático, que da un chute de fuerza extra al organismo, para iniciar una acción protectora.
Quizás ese jugar nervioso, que parece una tomadura de pelo, no sea otra cosa que la forma más amable que un niño tiene de recuperar la atención de los adultos cuando su sistema simpático está a full, inundando el cuerpo de adrenalina y cortisol.
CUARTO. Aita, obnubilado por ese sentimiento de impotencia, sintiéndose como el culo y luchando desesperadamente por mantener la compostura, no es capaz de captar estas señales de malestar en la niña, e inicia una secuencia de acciones bestias, que es lo que todas y todos hacemos cuando nos sentimos amenazados e impotentes. «Venga, que termine lo antes posible, que no lo puedo soportar».
QUINTO. Estas acciones, rudas y desconectadas de la experiencia de la niña, provocan más malestar en ella, que rompe a llorar como la forma más sana que tiene el cuerpo de demandar ayuda y comprensión.
SEXTO. Menos mal que este padre zoquete, más burro que un arao, no ha perdido del todo la conexión con lo que estaba pasando y su mundo interior. Y todavía que quedan una o dos neuronas espejo para sentir ese malestar en su hija, pidiendo disculpas, y reparando los estropicios que él mismo ha causado en esta interacción.
SÉPTIMO. Pero… ¿se ve? Nadie se ha ido de rositas. Aita porque se va con sentimiento de culpa, y la niña porque se va con la sensación de haber hecho las cosas mal, y haber hecho sentir a su padre ya a su madre mal. ¿Será que soy mala yo?
Sea como sea, la paradoja es que ambas sensaciones predisponen a ambos a repetir una y otra vez esta secuencia de interacción.
Lo que quiero decir con todo esto es que debemos ser especialmente sensibles a estas activaciones —por leves que sean— de estos estados vagales dorsales, porque son el mayor peligro para la relación con nuestras hijas e hijos. Por algo que ya hemos dicho: nos reportan la sensación de estar amenazados, de no tener salida o de que no hay solución, llevándonos a actuar rígidamente, caóticamente y a lo bestia, y por muy bien que lo gestionemos, suelen atraparnos en ciclos chungos de retroalimentación, en el que unos y otros nos llevamos regalitos envenenados pegados a la piel.
Debemos ser conscientes de cuándo estamos así, porque estas son las situaciones en las que prioritariamente necesitamos la ayuda de los demás. Y va a ser muy complicado que la demandemos, porque ese sentimiento de impotencia e indefensión tiene que ver con el trauma, es decir, con la sensación de enfrentar la amenaza solas y solos, sin la confianza de que nadie pueda proteger.
Por eso, nuestra tendencia será —como le pasó al menda lerenda— a enfrentar las dificultades solos, empeorando sin querer la situación.
Así que ya sabes lo que debes hacer, ¿no?
¿Te imaginas cómo le puse solución?
Puede que aciertes. Si quieres, cuéntamelo 😉
Referencias:
BARUDY, J. y DANTAGNAN, M. (2010). Los desafíos invisibles de ser padre o madre. Barcelona: Gedisa
DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria
LEVINE, P. A. y KLINE, M. (2017). Tus hijos a prueba de traumas. Una guía parental para infundir confianza, alegría y resiliencia. Barcelona: Eleftheria
PORGES, S.W. (2017). Guía de bolsillo de la teoría polivagal: el poder transformador de sentirse seguro. Barcelona: Eleftheria
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
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