[…] A menudo, sentimos la desregulación de las chavalas y de los chavales como si fuera un fracaso propio o de la familia, entre otras cosas, porque vivimos con el mito de que el progreso debe ser uniforme y lineal. Pero la realidad se impone, y no es infrecuente que esas chicas y esos chicos se revuelvan cuando las cosas empiezan a ir un poco bien. […]
Lo digo para que no se me olvide: el #trauma se supera con el apoyo de los demás, especialmente de las personas que tienen el deber de proteger y cuidar.
Que sí, que una o uno mismo puede hacer muchas cosas para autorregularse o encontrarse mejor, pero lo que en última instancia permite que las personas recuperen el sentido de agencia y la confianza en el mundo, es que se reproduzca directa, simbólica o indirectamente la situación que provocó el daño y que las personas de su confianza actúen de manera reparadora.
La movida es ésa. Que nos tenemos que volver a meter en el fango para que alguien nos pueda rescatar. Y ese sentir que uno se hunde en el barro implica, a menudo, que uno se acojone vivo, grite, se agarre a cualquier rama, patalee y sienta la tierra húmeda y helada debajo de sus pies. Por eso es tan jodido permanecer ahí.
Vale, no es la mejor metáfora, pero me hago entender.
Y eso es lo que nos cuesta tanto en intervención familiar. A menudo, sentimos la desregulación de las chavalas y de los chavales como si fuera un fracaso propio o de la familia, entre otras cosas, porque vivimos con el mito de que el progreso debe ser uniforme y lineal. Pero la realidad se impone y no es infrecuente que esas chicas y esos chicos se revuelvan cuando las cosas empiezan a ir un poco bien.
Esto es más palpable si cabe cuando hay trauma y llevamos a las personas a conectar con el orgullo. No es raro que esa experiencia les desregule, dado que esas sensaciones han estado normalmente ligadas a la decepción, el fracaso y la vergüenza, dejándoles la impronta de que, por muy bien que se puedan sentir, hay que prepararse, porque algo se lo va a cargar.
Es su historia, amiga.
El sistema nervioso es sabio, y busca activamente la reparación cuando presiente que la puede encontrar.
Los vemos fácilmente en niñas y niños. Cuando han sido severamente vulnerados, suele haber una primera fase de inquietud motriz severa, en la que su cuerpo trata de deshacerse del malestar de la manera más primitiva, a saber, a través del movimiento. Pero, pasada esa etapa crítica, cuando pueden empezar a integrar que el peligro ha pasado, no es raro que comiencen a jugar sobre lo ocurrido. Un juego que suele ser angustioso y repetitivo, sin conclusión, pero que es la forma que tienen ellas y ellos de dirigirse al mundo adulto diciendo “ayúdame a dar sentido a esto”, “necesito que lo que ha pasado concluya con tu ayuda” o “gracias por estar aquí”.
Este mismo proceso se reproduce, con sus respectivas salvedades, con personas adolescentes y adultas, que vuelven al suceso y a las reacciones traumáticas cuando empiezan a sentir algo de seguridad. Por ejemplo, no es infrecuente que un hermano pequeño se enfrente a su hermano mayor cuando piensa que, por fin, sus padres van a ser más comprensivos con él; o que una chica que solía escaparse de casa para drogarse lo vuelva a hacer confiando en que, a la vuelta, pueda tener la comprensión y los cuidados que siempre necesitó.
El problema es que, cuando estos eventos se reproducen, los profesionales dudamos, nos decepcionamos, desconfiamos, nos revolvemos en nuestra silla y, si estamos muy jodidos por dentro, incluso podemos activar el reproche, el rechazo o el control más autoritario, comunicando a la familia nuestra inseguridad y malestar, invitándoles o empujándoles en un momento tan vulnerable a actuar, otra vez, con los criterios de siempre, que fueron y siguen siendo los que les dan seguridad.
Y ahí es, justo, donde la cagamos como un brontosaurio que acaba de merendar.
Porque esos momentos son críticos para un chaval o una chavala que, hostia, empezaba a confiar. Que, por fin, se había atrevido a bajar sus defensas esperando una respuesta curiosa, compasiva y protectora por parte de las únicas personas en quienes podía confiar. Y si estas fallan —por nuestra maldita culpa— en su respuesta, les va a costar mucho más si cabe exponer en el futuro esa vulnerabilidad. Y no mostrar ese núcleo de dolor ahonda en las barreras disociativas que reproducen los procesos asociados a la desconexión.
No digo nada nuevo si afirmo que es justo esa desconexión con el mundo adulto lo que invita a muchas chicas y chicos a la delincuencia, la psicosis, o la exclusión.
Es importante que, cuanto intervenimos con las familias, hagamos explícita esta idea. Por muy potentes que sean nuestros deseos, no podemos esperar, nunca o casi nunca, que no se vuelva a liar. Y, si se lía petarda, es importante que no lo consideremos un fracaso, sino como una muestra de confianza y una oportunidad para reparar. Pero, ya sabes, no suele bastar con decirlo. Lo ideal es que acompañemos a las personas adultas que puedan emprender ese camino a exponer su propia vulnerabilidad y sentir el poder del buen trato justo ahí, en esas partes del cuerpo que acumulan, sostienen y recogen tanto dolor. Es la forma como les podemos ayudar a estar presentes en el sufrimiento de sus hijas e hijos cuando se reproduzca una experiencia similar, en plan, ven aquí, colega, que no sólo sé cómo te sientes, sino que tengo la seguridad acerca de lo que puedes necesitar.
Por eso es tan importante que las y los que curramos en esto tengamos una mirada clínica que vaya más allá de lo que hemos estudiado en carreras, cursos, talleres y conferencias TED de mierda, dando paso a nuestra empatía y creatividad. Porque, en la mayor parte de los casos, podemos intuir experiencias similares en personas adultas, niñas y niños, que, aunque tengan significados subjetivos diferentes, puedan tener una experiencia convergente a nivel somático y corporal. Y esa es la magia de la #teoría_polivagal: permite acercar la experiencia de las personas dando preciosos indicios o pistas sobre lo que pueden necesitar.
Por ejemplo, cuando unimos la vergüenza que siente un chico al volver a casa de una escapada, sabiendo que ha hecho daño a las personas que más quiere y que se preocupan por él, con la experiencia de su propia madre cuando se aleja de ella, que le dice, sin palabras, que no está a la altura de las circunstancias o que no puede proteger a los suyos. O cuando unimos la ansiedad académica que un chico padece, con la sobreactivación y angustia de un padre autoritario que se dice una y otra vez a sí mismo que debe ser más duro con su hijo porque, si no, algo va a salir muy mal.
Un paréntesis para hacer una crítica destructiva a las universidades: no entiendo cómo se siguen centrando tanto en que aprendamos contenidos vacíos, y no en estimular esta intuición y creatividad.
Pero, claro, hay que mostrar el sufrimiento para encontrarse en él. Porque es la hostia cuando ante la misma experiencia somática se buscan, en equipo, conectados desde ahí, nuevas alternativas de cuidados.
Pero, para eso, muchas veces hay que pasar por la desregulación. Porque sólo se puede empezar a restaurar la confianza cuando se experimenta la capacidad de las otras personas para sostener, aceptar, explorar y cuidar el propio dolor.
¿Se ve?
Referencias y lecturas recomendadas:
BATEMAN, A. y FONAGY, P. (2016). Tratamiento basado en la mentalización para los trastornos de la personalidad. Bilbao: Deslee de Brouwer
DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria
GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon
LEVINE, P. A. y KLINE, M. (2017). Tus hijos a prueba de traumas. Una guía parental para infundir confianza, alegría y resiliencia. Barcelona: Eleftheria
Gorka Saitua | educacion-familiar.com