El desarrollo máximo de su potencial: frases para vomitar 

[…] Vaya por delante que a todas y todos nos han enseñado esas mierdas. Nos las hemos tragado a razón de reproducirlas como loros en exámenes y trabajos que han obtenido la máxima calificación. Con un par. […] 

Ayer vi, en una supuesta guía sobre #DisciplinaPositiva, una definición que me dio ganas de vomitar. Entre otras lindezas, decía que su finalidad era dar pautas a las madres y los padres para que sus hijas e hijos lograran el máximo desarrollo de su potencial.  

Sobre dar “pautas” ya hemos hablado, así que no me voy a entretener ahí.  

Señor, llévame pronto.  

La segunda parte no tiene desperdicio, y es un ejemplo perfecto de las banderas rojas que tienen ocultas tanto la crianza como cualquier tipo de educación.  

Porque, ¿qué es eso del máximo potencial

Vaya por delante que a todas y todos nos han enseñado esas mierdas. Nos las hemos tragado a razón de reproducirlas como loros en exámenes y trabajos que han obtenido la máxima calificación. Con un par.  

Pero, si lo miramos con esa lupa crítica que no se valora en las universidades, hay mucha tela que cortar.  

Porque, ¿cómo sabemos qué es eso del máximo potencial? ¿Qué nos dice que lo hemos logrado? 

Ah, ni idea. Es una apreciación subjetiva que va a depender del profe de turno, del educador que nos toque, del día que tenga la chavala, o yo qué sé de qué. Pero lo que está claro es que, por mucho que uno se esfuerce, siempre puede dar más. Y ése “por mucho que apriete nunca logro ser suficiente” es una bomba para el autoestima que está en la base de muchos de los problemas de salud mental.  

Y ahí estamos los educadores, promoviendo esta catástrofe interior.  

Me voy a dar cabezazos contra la pared hasta que todas y todos los profesionales de la educación nos demos cuenta de que no todo vale para vender. No vale dar a las madres y padres que sufren soluciones que van en contra bienestar de los suyos, y no vale venderse a las empresas privadas que nos contratan y nos obligan a llenar la agenda con cualquier artimaña sucia, a cambio de ciertas ventajas de promoción. Y no vale bailar el agua a los lobbies de la crianza que se esconden tras unas siglas que sugieren empatía y buena voluntad.  

Y, si nos ponemos tontos, no vale mercantilizar la educación. Porque no es un secreto que todo lo que se convierte en un producto alcanza nuevas cotas de deshumanización.  

Podemos preguntarnos también qué pasa con esas niñas, niños o adolescentes que —según sabe Dios qué criterios— no alcanzan ese “máximo potencial”.  

Espera, que vuelvo del baño de potar.  

Os lo digo yo: la exclusión. La exclusión de sus madres o sus padres por no haber cumplido con lo que supuestamente se esperaba de ellos, demostrando públicamente que lo han hecho mal. O la exclusión de esas niñas y niños de este sistema que legitima determinadas medidas de segregación como, por ejemplo, los exámenes, que no son más que una forma de separar los que pueden —me descojono vivo— de los que no.  

No es ningún secreto que esta competencia brutal en las escuelas, en las que se determina si una niña —y todo su andamiaje social— es válida o no, es lo que alimenta el miedo de tantas madres y padres que recurren a gurús y siglas que les prometen evitar esa vergüenza intolerable en esta sociedad. Una sociedad que ha convertido la paternidad y, sobre todo, la maternidad, en una competición que viene desde el quién es más fuerte o quién es la más guapa, y va hacia quién puede conseguir el bebé mejor.  

Y que, tócate los huevos, como no hay criterio objetivo se valora a través de la publicidad que nos hacemos con las historias de Instagram, la herramienta perfecta para tener un chute de dopamina y sentirse como el culo por el síndrome de abstinencia del like, del impostor o por mera comparación. 

Negocio redondo, oye.  

Las niñas y los niños NO tienen que sacar su máximo potencial. Igual que tú no debes condicionar tu valor como persona a las críticas de tu jefe o a conseguir (o no) ser el maldito empleado del mes. Mantenerlos en estos modelos de competición es una forma de MALTRATO brutal. Una forma de maltrato de la que no pueden defenderse porque tanto tú, como todo Cristo, les repite que es por su bien.  

Pero, entonces, bro, ¿cuál es o debe ser la finalidad de la crianza? 

La misma pregunta me hace gracia. ¿Finalidad, dice? Como si las relaciones humanas tuvieran que guiarse por un objetivo externo y superior. Madre mía, es que a veces damos por hecho estupideces que la madre que me parió. La crianza no es una cuestión económica, ni un problema que haya que resolver. Es una experiencia existencial, a la que cada una o cada una debe darle sentido; un sentido que necesariamente será cambiante e irá variando en función de lo que nos pase, lo que hagamos con ello, de cómo estemos y de quien nos acompañe en esta labor. Y eso está bien.  

Imponer un objetivo a la crianza es un claro ejercicio de poder sobre personas y familias que sólo buscan algo un poco mejor. Es arrebatarles el sentido de agencia sobre cuestiones sobre las que deben tener todo su poder de decisión.  

Lo que sí que puedo es formular un principio rector para mi trabajo. Algo así como un núcleo que debe respetarse se ponga como se ponga el día. Que, ándate con ojo, si lo tocas te corto las manos y los pies: hay que promover por encima de todas las cosas que la infancia y las personas adultas que la acompañan se amiguen o alíen con su historia y su sistema nervioso autónomo —en vez se sentirlas como enemigos— a través de la curiosidad, los cuidados y la compasión.  

Pero claro, eso implica sentir y sentirse, algo que nos va a enfrentar a las estructuras que nos ofrecen soluciones enlatadas para el malestar que ellas mismas crean, en un ciclo interminable que está provocando una epidemia de sufrimiento en salud mental. Una epidemia de la que somos marionetas las mismas y los mismos que damos consejitos para criar.  

¡Puaj! 

A tomar por culo. Es así.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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