El día que se me salió el corazón | una metáfora del trauma 

[…] Cuando se me salió el corazón, lo recogí apresuradamente, antes de que lo viera nadie.  

Lo coloqué en su sitio como pude, con mucho dolor a través de la herida. Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había nadie, y abandoné el lugar tembloroso, dejando un charco de sangre púrpura en el suelo. […] 

Cuando se me salió el corazón, lo recogí apresuradamente, antes de que lo viera nadie.  

Lo coloqué en su sitio como pude, con mucho dolor a través de la herida. Miré a mi alrededor para asegurarme de que no había nadie, y abandoné el lugar tembloroso, dejando un charco de sangre púrpura en el suelo.  

Al llegar a casa, guardé la ropa ensangrentada en un armario de la entrada. Y me duché como pude, confiando en que siguiera latiendo.  

Sin creerme lo que había pasado, me metí en la cama.  

Al día siguiente, todo parece invención mía. ¿Habría sido un sueño? Seguro que sí. A nadie se le sale un órgano vital así por así, ni sigue vivo tras un evento tan grave.  

Pensé en contarlo a mis padres o a algún amigo de mi confianza. Pero algo muy dentro de mí me decía que no me iban a creer. Que dirían que exageraba o que eran cosas mías.  

No les culpo. A fin de cuentas, nadie sobrevive a una extracorpórea, ni mucho menos lo resuelve con sus propias manos.  

El día después, marche al colegio, a la universidad, al trabajo… con mis amigos, con mi pareja, con mi hija, sin decir nada. Pero con una sensación de irrealidad que tiñe y dificulta toda mi vida. A ratos, pienso que no pasó; otras veces que fue verdad, y no soy más que un fantasma flotando, atrapado en el tiempo.  

De vez en cuando, coloco la mano en mi pecho, y no siento el latido. Otras veces sí que late, demasiado fuerte. ¿Serán cosas mías? 

Seguro que sí. No ha pasado nada, mira, sigo aquí de pie. Es evidente que estoy vivo.  

El mismo día, por la tarde, aparecen moscas en el recibidor. Y un hedor a podrido recorre la casa.  

«No hay nada en ese armario», me digo.  

«Y si lo hay», recapacito, «nadie podrá sanar esa herida».  

Estoy condenado a muerte o, qué más da, muerto en vida.  

—Algo te pasa —dice mi padre.  

—Dinos qué te ocurre, que algo podremos hacer —dice mi madre.  

—No eres el mismo —repite mi novia.  

La única que no dice nada es mi hija. Ella, sencillamente, me rehúsa y cuando tiene que pasar tiempo conmigo, llora, demandando estar con su madre.  

No saben que, cada una de sus palabras, las pequeñas, las grandes, las espontáneas y las meditadas, las que dicen y las que callan para protegerme, me recuerdan lo que paso: a mí horrorizado, boqueando de rodillas, con las manos ensangrentadas sobre el suelo.  

Decido alejarme. Es mejor así, para mí, y para ellos.  

He sellado con masilla y esparadrapo el cajón. Apenas huele. Lo he forrado con papel transparente, y he colocado un ambientador. Mantendré las ventanas abiertas, siempre, incluso durante las olas de frío. Se vive mejor así, sin esa presencia.  

Ya no veo moscas, pero el recuerdo del hedor, persiste.  

Quizás, la sangre se seque con el tiempo. Y el olor desaparezca. Ojalá la vida hiciera magia y me apartara de todo esto.  

Pero ese tiempo en el que pongo todas mis esperanzas sólo empeora las cosas, pudriendo las manchas de lo que paso, y haciendo más difícil si cabe abrir la caja y exponerse a lo que ahora hay dentro.  

El contacto duele. Si mi mujer me pone una mano encima, la aparto. Le digo que no estoy de humor, o le hago daño. Así, se enfada y no me pide explicaciones, dejándome mi espacio. Dentro, muy dentro de mí, donde todavía sangra la herida, hay algo que dice que mejor así, que con ese secreto tan turbio, no soy digno del afecto de nadie.  

Porque quiero olvidar, pero cuanto más me esfuerzo, más presente tengo esa ropa putrefacta presente en mi vida.  

Porque eso no pudo pasar. Es una locura. Nadie puede vivir son corazón, o con el corazón recolocado con sus propias manos. Nadie se resucita a sí mismo.  

Estoy loco, es un sueño o, lo que es peor, estoy muerto.  

Y no sé qué seré cuando termine este día.  

Si de ti dependiera, ¿qué me dirías? 

No lo dejes pasar, por favor. No la quiero, pero necesito tu ayuda.  


* Parece irreal, un cuento, pero es un escenario bastante común para los profesionales que trabajamos con trauma.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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