[…] Y es que a Draghur le pasaba algo que nunca antes le había pasado a ningún dragón: Draghur no podía expulsar fuego por su boca. No podía señalizar su posición en la noche, no podía cocinar su comida, no podía jugar con sus amigos, y no podía hacerse valer. Porque no tenía fuego y sentía que nunca lo iba a tener. […]
Desde dentro de la gruta se atisbaba un punto iluminado. Parecía muy lejano e inalcanzable, como si fuera una estrella a millones de años luz. Era la boca de la caverna, la entrada a ese lugar oscuro e inhóspito donde se había refugiado y del que sentía que ya, nunca, de ninguna manera, podría salir.
Porque fuera todo se había vuelto complicado y confuso. Lo que antes era divertido, ahora parecía aburrido. Lo que antes tenía formas y colores, ahora se percibía como un manto gris. Quienes eran sus amigos, se percibían como verdaderos monstruos. Y quienes un día le pudieron proteger, no estaban con él.
Draghur era un dragón grande y poderoso. Al caminar, temblaba la tierra. Sus dientes y sus garras eran afilados, su cola tenía tanta fuerza que podía mover montañas, y las espinas de su lomo contaban con el veneno más tóxico. Sin embargo, Draghur se sentía ahora pequeño, muy pequeño, como un ratón o un topo, y se aplastaba contra lo más profundo de la caverna, con una profunda vergüenza.
Y es que a Draghur le pasaba algo que nunca antes le había pasado a ningún dragón: Draghur no podía expulsar fuego por su boca. No podía señalizar su posición en la noche, no podía cocinar su comida, no podía jugar con sus amigos, y no podía hacerse valer.
Porque no tenía fuego y sentía que nunca lo iba a tener.
Cada vez que intentaba escupir llamas aparecía una bola dura, lisa y gris en su garganta, como si fuera un tapón. Y, aunque sentía su pecho caliente, ardiendo, nada salía de ahí.
«Venga, Daghur, que tú puedes», le decían su aita y su ama, animándole. Pero Draghur sabía que no podía, por lo que se sentía el más pequeño de los dragones, como si fuera una lagartija en un jardín.
«Vamos, Draghur, ven a jugar», le repetían sus amigos. Pero él prefería mantenerse sólo, aislado, porque sabía que no podía hacer las cosas que les gustaba hacer a los cachorros dragones, como quemar cosechas, y hacer formas con llamaradas en la oscuridad.
Draghur no sabía qué hacer. Aunque notaba mucha quemazón en su interior, cada vez que se refugiaba en la cueva, sentía ese calor desaparecer.
Sólo quería ser un dragón como los demás, pero cuanto más lo intentaba y más intentaban ayudarle los demás, las cosas iban peor. Era una trampa de la que no podía salir.
Un día, en las profundidades de la cueva, Draghur encontró un murciélago viejo que no podía volar. Había caído el suelo y se encontraba malherido. Apenas se movía y casi no respiraba. Parecía que iba a morir.
Draghur lo tomó con cuidado con sus garras. Le dio de su comida y encontró agua para pudiera beber. Pasó con él días y noches, hasta que el viejo murciélago empezó a recuperarse.
Cuando abrió los ojitos, Draghur dijo:
—Tranquilo, amigo, no te voy a comer.
—¿No me vas a hace daño? —respondió temeroso el murciélago.
—No. Te encontré en el suelo malherido, y te he estado cuidando durante tres semanas. Si hubiera querido comerte, ya lo habría hecho —respondió el dragón.
—No sé si me parece muy tranquilizador.
Poco a poco, el murciélago aprendió a confiar en su amigo. Pasaban los días charlando, riendo, y jugando a los juegos que especies tan diferentes podían compartir. Hasta que un día, al despertar, Draghur vio que su amigo le miraba fijamente a los ojos:
—Draghur, dime, ¿qué haces tú aquí?
El dragón se congeló de vergüenza. No le salían las palabras. No podía contar a su amigo que era un dragón defectuoso y que, por eso, se escondía en la oscuridad.
Pero pasaron los minutos y el viejo murciélago seguía allí, con curiosidad y compasión hacia él.
—Soy un dragón que no puede hacer fuego —terminó confesando—. Cada vez que lo intento, se me pone una bola aquí —dijo, señalando a su garganta.
—Vaya… —dijo el murciélago—. Sí que tiene que ser duro, sí.
La bola se movió. Subió más arriba en su garganta, hasta rozar el paladar. Le llegaron lágrimas de veneno verde en sus ojos. Escocían. Hizo un esfuerzo y ¡glup! se la tragó.
El viejo murciélago se dio cuenta de lo que pasaba. ¡Ajá! Pero no dijo nada.
Esa noche, Draghur se durmió. Al verle dormido, el viejo murciélago trepó por sus brazos, su pecho y su espalda, hasta llegar a su garganta —donde seguía esa bola—, abrió las alas, y se acomodó dándole un abrazo justo ahí. Pero no era un abrazo cualquiera, era un abrazo de agradecimiento hacia esa bola gris, porque, gracias a ella, había podido encontrar a su único amigo, justo cuando su vida acababa y ya no quedaba esperanza, como el último regalo y el más maravilloso que una rata con alas podía recibir.
Como tantas veces, Draghur soñó que volaba y que echaba fuego como un dragón normal. Pero, esta vez, su sueño fue más vívido y real. Sentía el calor de las llamaradas en su garganta y en sus dientes, el chisporroteo y el olor a quemado como si verdaderamente estuviera allí.
Al abrir los ojos… ¡No lo pudo creer!
Las llamas salían de su boca, como una fuente invertida. Llegaban al techo y ocupaban toda la caverna, como si estuviera dentro de un volcán.
Draghur gruñó con fuerza, y sintió como el fuego retenido durante toda su vida podía salir. Un fuego que primero fue naranja, luego amarillo y más tarde azul. Y al llegar este fuego azul, fantasmagórico, terrible, las rocas se empezaron a derretir.
«Puedo hacerlo», se dijo.
Las lágrimas de veneno verde fluían libres, pero ya no escocían, sino que le daban más poder.
De repente, cayó en la cuenta.
«Oh, dios mío», se dijo, «¡no estóy solo!». A la altura de su garganta seguía aferrado el pequeño murciélago negro, como una pequeña garrapata, abrazando una bola que ya no estaba ahí.
Paró el fuego y lo tomó en brazos.
—¡Amigo! ¡¡Amiiigoooo!!
El murciélago estaba sudando muchísimo. Parte del pelo se le había quemado, y estaba demasiado caliente.
Salió corriendo de la cueva con él en brazos en dirección a un estanque.
—Resiste, encontraré agua para ti —repetía Draghur.
—No lo hagas, bájame —dijo con un hilo de voz el viejo murciélago.
—Sin pensarlo demasiado, Draghur dejó sobre la hierba a su amigo.
«¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?», se repetía, desesperado.
—Tú no has hecho nada, Draghur —respondió su amigo—. Yo sabía lo que hacía al subir a tu cuello y abrazar esa bola gris. Sabía perfectamente lo que iba a pasar. Tú estabas dormido, no quisiste hacerme daño y tampoco lo pudiste evitar.
—Aguanta… por favor.
—Mi vida acabó el día en que me encontraste en el suelo tendido. La naturaleza es así. Tú fuiste un regalo en mis momentos más oscuros, cuando ya no había esperanza, y lo único que pude hacer para agradecértelo fue devolverte la esperanza —su voz iba perdiendo fuerza—, una esperanza que nunca mereciste perder. Gracias.
Dicho esto, expiró.
Draghur tomó el cuerpo del viejo murciélago y se elevó en el cielo, arriba y más arriba, hasta llegar a la montaña más alta de la zona, donde las leyendas dicen que la nieve toca el cielo, y dejó el cuerpo de su amigo allí. Entonces, levantó la cabeza, y gruñó fuerte, muy fuerte, mientras sus llamas cubrían todo el cielo con el calor y la luz de cientos de soles, como si ardiera el firmamento, como si el infierno hubiera llegado a la tierra… mientras pensaba «no, gracias a ti».
Gorka Saitua | educacion-familiar.com