Mitos profesionales: teorías de la mente y la búsqueda de El Dorado 

[…] Sin embargo, me encuentro todos los días con profesionales que afirman —sin tapujos— conocer la realidad de las personas a las que atienden y que, en consecuencia, se sienten muy seguros a la hora de tomar decisiones, sin contar con el criterio de las personas implicadas. Se yerguen como dioses frente a personas que sufren y, a menudo, están rodeados de estresores en contextos desfavorables, sentando cátedra sobre cómo deben ser las cosas en función de la teoría de la mente y de las relaciones que tienen. […] 

Cuando releo alguno de mis artículos siento una punzada de responsabilidad y rechazo. Es como si lo que ahí pone —y que en su día me pareció importante— fuera una simplificación grotesca de la realidad, algo que no hace justicia ni de lejos a las personas implicadas.  

A veces, esas sensaciones me llevan a cuestionarme qué hostias hago aquí, dando lecciones sobre humo y, si se me permite la expresión, tocando almas sin haber esterilizado mis manos. Pero, no puedo rechazar esta experiencia, por muy desagradable que sea, dado que me permite ser suficientemente prudente como para no llevarme por la riada de muestras de apoyo que recibo.  

Que no son pocas.  

No creo que ningún artículo en este medio pueda escribir la realidad de una persona o familia. Pero tampoco creo que pueda describirse en ningún formato, aunque se escriba un libro de 1000 páginas o se ruede una película que dure toda una vida. Por eso necesitamos hipótesis y teorías, es decir, un esquema más o menos funcional que nos permita atender a lo importante, pero sin olvidar nunca que lo que nosotras y nosotros pensamos, sentimos y actuamos, en ningún caso puede hacer justicia a las personas a quienes acompañamos.  

Sin embargo, me encuentro todos los días con profesionales que afirman —sin tapujos— conocer la realidad de las personas a las que atienden y que, en consecuencia, se sienten muy seguros a la hora de tomar decisiones, sin contar con el criterio de las personas implicadas. Se yerguen como dioses frente a personas que sufren y, a menudo, están rodeados de estresores en contextos desfavorables, sentando cátedra sobre cómo deben ser las cosas en función de la teoría de la mente y de las relaciones que tienen.  

Uf, qué temazo.  

La realidad es que todas las teorías psicológicas —sin excepción— hacen aguas. Las cientificistas, porque no somos ratas en un tubo de ensayo, y las más humanistas porque no se puede reducir la actividad y las funciones del cerebro a libritos, por muy extensos, complejos y enrevesados que estos sean.  

Que, e veces, parece que tenemos que complicar las cosas para que parezca que sabemos. Pero eso da para otro tema.  

Va a fastidiar a alguno. Pero quienes trabajamos con personas lo hacemos necesariamente desde ficciones útiles, que no son otra cosa sino una simplificación de las teorías que conocemos, o el residuo que queda de ellas en nuestros cerebros. El conocimiento que queda después de pocas o muchas lecturas, la impronta que ha dejado el paso por las formaciones o la experiencia que hemos conservado de otras relaciones o intervenciones profesionales. Y que, más o menos, cuadra con nuestra propia experiencia, por lo que ha encontrado un hueco y se ha quedado.  

Esto tiene una gran ventaja, y una gran desventaja. Lo guay es que si la experiencia de las personas más o menos cuadra con la nuestra, y nosotros hemos sabido cómo afrontar ese tema, probablemente estemos en condiciones de empatizar y ayudar de puta madre; pero si su experiencia difiere mucho con la propia, anda y jódete, torero, porque puedo jorobarte hasta el infinito, insistiendo en que tu realidad tiene que ser como la mía, para salvaguardar el orgullo profesional del que estructuralmente carezco.  

Si no hay una teoría física que aúne las 4 fuerzas fundamentales, tampoco vamos a contar nosotros con algo que describa a el comportamiento humano. No te jode. Pero, sin embargo, todavía nos empeñamos en exponer nuestras hipótesis como hechos, sin reconocer que la única forma posible de validarlas, es dar con las claves que desactiven el síntoma y, ni ante esas, podemos tener certeza de que sea justo lo que pensamos lo que ha pasado.  

Jode, ¿verdad? 

Pues más les jode a las personas a quienes acompañamos. Porque, cada vez que confiamos en exceso en nuestras pajas mentales, y cada vez que nos empeñamos en que sabemos más que el dios del antiguo testamento, les dejamos a la altura de del barro, porque priorizamos nuestras fantasías teóricas a la realidad de las personas, negándoles el espacio de decisión que tienen en su propia vida.  

Porque si esto es así, es así, y da igual cómo te pongas.  

Sin embargo, si nos ponemos a pensar lo que realmente ayuda a la gente, en lo que está de fondo en el hecho de que sientan algo de bienestar o se levanten con más fuerza a las mañanas, apenas encontramos dos puntos: buenas relaciones con las personas que les son significativas y una relación de buen trato con las personas que les acompañan en estos procesos, es decir, una mirada compasiva, curiosa y humilde hacia su realidad, que respete su sentido de agencia.  

Vamos, que importa tres cojones lo que pensemos. Lo importante, lo que mola y lo que sirve, es que sea lo que sea lo que pensamos o sentimos, sea flexible a la luz del relato, sentir y las decisiones que articulen las personas a quienes acompañamos. Es decir, que dejemos atrás el mito de una teoría excelente, para dar cabida a la realidad de la gente con la que nos encontramos. 

Toma moreno. Con la mano en el paquete.  

Hasta luego.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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