La colonia: un oasis en el desierto | Cuento AACC

[…] Lo peor para una marciana como Norah era estar sola, sin la compañía de otros extraterrestres con quienes se sentía tan a gustito. Así que pronto se vio obligada a mantener relación con los Terrícolas, unos seres descendientes de los monos, a los que les gustaba mucho andar en manada. […] 

Se miró los brazos y las piernas para chequear su estado: menos mal, no estaba herida. A su alrededor, piezas rotas y quemadas, de todo tipo. Detrás de ella, un surco de 500 metros de longitud y color negro, del que salían llamas naranjas y amarillas.  

La fuerza de rozamiento de la nave con el suelo había prendido la tierra.  

Cada vez que recordaba el accidente, se estremecía. Aquel día perdió su nave y, con ella, la posibilidad de regresar a su planeta y a su casa. Menos mal que todavía tenía intacto el Alimator X.0, ese chip implantado en su brazo que le permitía presentarse con forma humana. Y así, con la presencia de una niña de 4 años, tuvo que sobrevivir en ese planeta extraño:  

La Tierra. 

Lo peor para una marciana como Norah era estar sola, sin la compañía de otros extraterrestres con quienes se sentía tan a gustito. Así que pronto se vio obligada a mantener relación con los Terrícolas, unos seres descendientes de los monos, a los que les gustaba mucho andar en manada.  

El primer contacto fue extraño.  

Norah se encontró con otra niña en la calle y se quedó observándola. Manipulaba un objeto con forma humana, haciendo unos ruidos extraños con la boca. A veces, cambiaba los brazos y las piernas de posición, y lo movía como si caminara por un muro de piedra. ¿Qué estaba haciendo? ¡No entendía nada! 

—¿Qué miras? —le dijo la niña—. Y Norah detectó adrenalina en el análisis bioquímico de las secreciones de su frente.  

—Nada, nada… —se disculpó Norah, y se marchó con la sensación de que había sido un poco tonta en comparación con ella.  

Más tarde, Norah se encontró con otro niño, un par de años mayor que ella. Golpeaba con la pierna derecha un balón y lo hacía rebotar repetidamente contra un muro. Tras analizar concienzudamente la situación desde lo lejos, se acercó a investigar más de cerca.  

—¿Puedo hacer lo mismo? —pregunto Norah.  

—¡Vale! ¡Jugamos! 

El niño golpeó con fuerza la pelota, y ésta rebotó contra la pared con un estruendo.  

«Calculando trayectoria de la parábola: y=f(x)=ax2+bx+c donde a≠0 y tiene un eje de simetría en la recta x=−b2a, que pasa por el vértice. Tiene las ramas hacia arriba si a>0 y tiene las ramas hacia abajo si a<0.» 

Mientras pensaba, ¡Pum!, el balón le impactó en la cara.  

—¡Pero qué haces! —le gritó el niño—, ¡No sabes jugar! 

Norah se quedó helada. El ritmo cardíaco del niño se había acelerado, su presión arterial se había incrementado. Podía captar como todo su sistema nervioso autónomo se cargaba de energía para el ataque. Se sintió en peligro y corrió despavorida.  

Se refugió entre las ramas de un seto y pudo sentirse algo más segura y tranquila.  

¿Qué les pasaba a los terrícolas? ¿Por qué reaccionaban con tanta violencia hacia ella? Seguro que estaba haciendo algo mal. No estaba sabiendo interpretar bien las señales porque era más tonta que ellos.  

Pasaron los años, y la situación no mejoró.  

Norah acudió a la escuela y aprendió a pasar desapercibida haciendo un gran esfuerzo. A veces, jugaba para que nadie la mirara mal, tratando de evitar que descubrieran el bicho raro que era. Pero, en el fondo, no disfrutaba haciendo esas cosas que aborrecía y a duras penas comprendía. Y, cada vez que se esforzaba por ser como los demás, se le escapaban las fuerzas.  

Ella quería volver a su casa, con su familia y con los amigos que hablaban su mismo idioma: el idioma de la razón, las historias y las matemáticas.  

Al principio, se encorvó su espalda. Pasados unos meses, comenzó a arrastrar los pies por el suelo. Cuando se quiso dar cuenta, le costaba caminar. Era como si todo su cuerpo pesara como el cemento. Finalmente, se dejó caer rendida al suelo.  

Cerró los ojos y se dejó llevar. Quería dejar de existir y volverse una con el universo. Perdió el conocimiento.  

Le despertó una mano sobre la frente.  

—Tu ritmo cardíaco es de intervalo muy largo. La actividad sistólica ha sufrido una degradación progresiva —le dijo una voz amiga—, pero no te preocupes, en cuanto recobres la actividad vagal ventral te encontrarás mucho mejor. No estás enferma.  

Norah abrió los ojos, sorprendida.  

—¿Hablas mi idioma? —preguntó, con miedo de que fuera un sueño.  

—Hablo el idioma de la razón, las historias y las matemáticas, cuando estas conectan con las sensaciones del propio cuerpo.  

Norah no se lo podía creer. Era la forma que tenían de reconocerse los habitantes de su planeta.  

—Espera, no te muevas —dijo la voz—. Voy a hacerte un escaneado rápido. Descuida, no te dolerá nada.  

Sacó de su mochila una especie de palo gordo con botones de colores, cables de diferentes tipos, que emitía una luz fluorescente, extraña. Al poco rato, empezaron a aparecer en su vista números, operadores y letras de color verde.  

—Es el análisis de tu estado. ¿Ves? Te encuentras bien. Nada que temer, de momento.  

—Pensaba que era la única en la tierra —dijo Norah y, por primera vez en mucho tiempo, se le cayeron las lágrimas.  

—No eres la única. Somos muchas y muchos los que hemos sufrido contratiempos como el tuyo y hemos acabado entre ellos —respondió con calidez—, lo que pasa es que nos cuesta reconocernos porque nos vemos obligados a parecer y funcionar como ellos.  

—¿Hay más como nosotros? 

—Muchos más. Podemos decir que somos una pequeña colonia. No sólo venimos del mismo lugar, sino que hemos sufrido las mismas experiencias. Todos pensamos que hay algo mal en nosotros porque no encajamos con los terrícolas y porque nos miran como bichos raros. Pero, sobre todo, nos hemos hecho mucho daño tratando de ser algo diferente de los que somos, traicionando la esencia de nuestros prodigiosos cerebros.  

—¿Prodigiosos? —preguntó Norah , confundida—. Si no entiendo nada de lo que hacen. Más bien, creo que soy bastante tonta.  

—No, amiga. No lo eres, sino todo lo contrario. ¿Me dejas que te explique una cosa? 

—Vale —respondió, Norah, pensando que estaba en un sueño o que su nueva amiga estaba un poco loca.  

—Lo que pasa es que ellos viven en habitaciones, mientras que nosotros lo hacemos en el mundo entero.  

—¿Cómo? 

—Sí, es una metáfora. Ellos pueden acceder a una parte muy reducida de la realidad, normalmente la que puede satisfacer sus necesidades y deseos más inmediatos y, claro, como toda su atención y recursos están concentrados ahí, son muy buenos en eso —continuó la voz—. Por eso, quizás, tienden a funcionar en grupos cohesionados en los que nos resulta tan complicado entrar: su bienestar depende de ellos. Son como las hormigas, que con una programación muy sencilla pueden encontrar alimento y construir estructuras fabulosas.  

—Porque trabajan en equipo—completó, Norah.  

—Eso es. Y no hay nada de malo en ello. Pero nosotros, los marcianos, somos muy diferentes. Nosotros, podemos ver en nuestra mente el mundo por completo. Y no sólo este mundo, sino gran parte del universo —dijo, emocionándose—. Por eso no cuesta tanto centrarnos en las cosas simples, del aquí y el ahora; vivimos en el mundo de las ideas, y ése es el motivo por el que necesitamos una misión trascendente que de sentido a nuestras vidas.  

—Creo que eso es lo que me pasa —dijo Norah, y al reconocerlo sintió un gran alivio.  

—Es lo que nos suele pasar a todos nosotros. La faena es que nos cuesta mucho encontrarnos y sentirnos apoyados para construir un mundo nuevo. Pero tú y yo nos hemos encontrado. Pronto formarás parte de la colonia.  

—¡La colonia! 

La nueva amiga abrió la tapa de una alcantarilla. Salió un hedor nauseabundo.  

—No te preocupes por el olor. No hay nada podrido dentro. Unos aspersores emiten sulfuro de hidrógeno para mantener alejadas las miradas indiscretas. Te sentirás a gusto: está todo limpio dentro.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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