[…] «Es como si volviera a revivir todo el daño que me hizo durante su adolescencia», me dijo, refiriéndose a la mayor, con quién ahora, supuestamente, mantenía una relación excelente. «Estoy sintiendo un rechazo visceral hacia ella». […]
Uno de los elementos comunes a todos los núcleos traumáticos —en el sentido tradicional del término— es la sensación íntima de insignificancia, unida a la creencia, más o menos consciente, de que una o uno es incapaz de influir ni el propio estado interno, ni en el contexto, ni en la relación con los demás.
El más absoluto desamparo y la más absoluta impotencia. Una sensación íntima de desprotección que puede resultar evidente, por ejemplo, en las personas que se apocan y se hacen pequeñitas; o poco reconocible, porque se viste de autosuficiencia, audaces tomas de decisiones, reactividad, huidas hacia delante, o lo que sea.
Sin embargo, [casi] todas las historias de vulnerabilidad, por muy extremas que parezcan, están asociadas a otras que atesoran recursos. Sólo que las segundas hay quedado subyugadas por el peso de las primeras, a veces, incluso, divididas por barreras disociativas que les impiden entrar en contacto.
Por ejemplo, recuerdo el caso de una mujer que tenía dos hijas. La primera vivía fuera de casa y había formado una familia, mientras que la segunda, todavía adolescente, continuaba viviendo con ella.
Llegado a un momento de nuestro trabajo, me sorprendió contándome, muy confundida, que no sabía lo que le pasaba, que sentía un profundo rechazo hacia la mayor de sus hijas. Y, tirando del hilo, concluimos que dicho rechazo, seguramente, había sido activado por las conductas de oposición de la más pequeña que, de alguna manera, habían desatado el miedo que le conectaba con la experiencia traumática de estar a punto de perder a la mayor de ellas.
«Es como si volviera a revivir todo el daño que me hizo durante su adolescencia», me dijo, refiriéndose a la mayor, con quién ahora, supuestamente, mantenía una relación excelente. «Estoy sintiendo un rechazo visceral hacia ella».
Le invite a que me contará cómo había sido esa experiencia tan dolorosa, y pudo hacerme un relato muy rico en detalles. Cuando terminó, le pregunté qué evento recordaba que estuviera conectado con la mejora de la relación entre ellas.
Aparecieron entonces las lágrimas. Unas lágrimas de emoción que comunicaban por encima de sus palabras, y que acompañaban un relato precioso que no puedo reproducir para no exponerla.
Mientras contaba esta segunda parte, la placentera, la conectada con el orgullo, pero también la subyugada por el relato de dolor, le invitaba a prestarle más atención, sentirla y recolocar la en el cuerpo, y enriquecer los detalles, incorporando algunos elementos relacionados con los éxitos que había logrado en sesiones conmigo, diciéndole que era verdad que había sufrido y que se había sentido profundamente impotente, pero que también era cierto que había salido de esa situación y demostrado que tenía recursos para encontrarse mejor, mejorar la relación con sus hijas e influir en un mundo que no siempre está dispuesto a aceptar los esfuerzos de las personas.
«Fue real que os rechazasteis, pero también es real que ahora estáis unidas», y «es verdad que todo cambió gracias a ti, y a lo que hiciste en el camino».
Me despedí pidiéndole que hiciera un ejercicio. Que, durante la siguiente semana, tratara de estar en contacto con ambas realidades: la impotencia de ver que perdía la relación con su hija, y todas las sensaciones que el evento despertaba en ella; y la certeza de haber podido con ello, a pesar de tener a todo el mundo en contra, dedicando, si cabe un poco más de tiempo a corporalizar esto último, para equilibrar la balanza.
Al volver a su casa, la semana siguiente me dio por preguntarle cómo estaban las cosas:
—Es increíble —me dijo—, ha desaparecido por completo la ansiedad, y ¡estoy sin tomar las pastillas!
—¿Y tu hija?
—Te juro que nunca la he visto tan tranquila.
Es la magia de unir las historias que el trauma fragmentó, pero que, en realidad, eran solo una.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com