Rompecabezas: la profesionalización como forma de maltrato estructural 

[…] Porque hacemos cosas, todos los días, que contribuyen a incrementar la desigualdad. Pero las tenemos tan normalizadas y naturalizadas que pasan desapercibidas y, durante carreras profesionales completas, de la salida de la uni a la jubilación, permanecen fuera del radar. […] 

La profesionalización de las funciones naturales del ser humano crea, casi necesariamente, nuevas bolsas de pobreza.  

Qué miedo me da esta movida.  

Es bastante evidente en el caso de la escuela. La institucionalización de la enseñanza obliga a medir y aplicar categorías al alumnado, en función de criterios objetivos que permitan —supuestamente— maximizar los recursos. Y así, vemos que se establecen diferencias radicales entre las y los alumnos “exitosos” y los “fracasados”. Es decir, que podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que todo este esfuerzo intelectual, económico y metodológico, está orientado a determinar, limitar y resaltar una nueva bolsa de pobreza o exclusión: los que no sirven, no valen, son tontos, o viciosos porque no cuentan con la voluntad necesaria para estudiar.  

Pero esta idea es aplicable a todas las categorías profesionales que invaden, saquean, parasitan o irrumpen en las tareas que constituyen el funcionamiento humano de manera natural.  

Y de esto, amigas y amigos, tampoco nos libramos las y los que curramos en el ámbito de la intervención social.  

Es más, diría que nos afecta mucho, mucho más.  

Y nos cuesta más si cabe vernos por esa aura de semidioses que nos colocamos al vernos como personas que “salvan” a otras personas, o que luchan para que otras y otros estén mejor.  

Rollo curilla de pueblo.  

Porque hacemos cosas, todos los días, que contribuyen a incrementar la desigualdad. Pero las tenemos tan normalizadas y naturalizadas que pasan desapercibidas y, durante carreras profesionales completas, de la salida de la uni a la jubilación, permanecen fuera del radar.  

Y no hablo ya de lo más evidente como, por ejemplo, de las compañeras y compañeros que se ríen sistemáticamente y a carcajada limpia de las personas a quienes acompañan, y a quienes habría que retirarles con dos hostias y pena de cárcel el título profesional, o de los pseudoprofesionales que sólo ven la conducta a la hora de intervenir, sino de algo más profundo y estructural.  

¿Qué pasa, por ejemplo, con los informes en el sistema de protección a la infancia? 

No digo que no sean necesarios, por ejemplo, para justificar determinadas medidas de protección pero, ¿qué función cumplen de manera estructural? Porque, al final, se leen en términos de bueno o malo, normalidad o anormalidad, ajuste o desajuste, en los mismos términos en los que al final se categoriza y excluye a las personas colocándoles la etiqueta de apto o no apto para criar.  

Y eso es así.  

Pero, si rizamos más el rizo, y nos hacemos más la picha un lío, podemos hablar de las relaciones entre nosotras y nosotros, a saber, entre los profesionales del sector. Por ejemplo, entre profesionales que se adhieren al modelo de los #BuenosTratos y los que no. Una categoría aparentemente inocua e inocente pero que, irreversiblemente, crea otra bolsa de exclusión: la de los chungos, los malos profesionales y que causan daño iatrogénico, en comparación con los que no. 

Y a mí que nadie me diga nada que mira qué bueno soy.  

Pero, a ver, que no se os vaya la pinza, que esto no excluye para nada que estas ideas me parezcan cojonudas, sólo digo que ojo, cuidao.  

Porque esta idea invade y perturba lo más profundo de nuestro ser.  

Ayer mismo, sin ir más lejos, en un congreso, escuché un poema precioso pero que, de pronto, me hizo saltar casi de dolor. La movida es que se basaba en la metáfora del trauma como una “sombra”, algo aparentemente inocente, pero que se trae de las suyas porque… ¿Qué es la sombra sino la contraposición de la luz? ¿Qué implica esta dicotomía? Porque, a simple vista y sin haber estudiado mucho, se le están atribuyendo de facto connotaciones negativas al trauma, cuando lo único perturbador de él es la descontextualziación. Es decir, que se trata de respuesta lógicas, sanas y adaptativas a circunstancias muy adversas y amenazantes, lo que pasa es que perduran en el tiempo como un intento sistemático del cuerpo de protegerse ante un evento que se sigue sintiendo como presente, porque no se le pudo dar solución.  

Como pa no.  

Quizás debiéramos hablar del trauma en otros términos, por ejemplo, yo qué sé que no soy poeta, como un viento fuerte que empuja obligándonos a hacer fuerza, enfriándonos de repente o tirándonos al suelo, sin que se le vea venir. O yo qué sé, porque tampoco me convence demasiado esta imagen.  

Sólo digo que de manera ineludible y radical, nuestras categorías profesionales generan mucho daño. Pero la putada es que las necesitamos para ejercer bien. Así que, amigos y amigas, estamos en una situación de doble vínculo, en la que hagamos lo que hagamos, la terminamos de liar. Una situación imposible de resolver, como las que provocan la desorganización del sistema de apego, en la que la profesión que nos gusta, nos pone y en la que confiamos, también nos provoca inseguridad, daño o terror.  

Quizás por ello estemos afectados de una disociación estructural, que nos impide que veamos al elefante pasar. El elefante de que, en nuestro intento de hacer bien las cosas, estamos creando bolsas de exclusión, y legitimando el maltrato insitucional.  

Jodido, ¿no? 

Yo sí… y además no sé qué maldito camino transitar.  

Pero tampoco puedo quedarme donde estoy.  

Me va a dar un mal.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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