[…] A veces, se nos olvida lo complicado que es desandar las emociones hasta poder conectar con lo que de verdad sentimos y lo que podemos necesitar. Y, a menudo, en nuestro deseo de “calmar” a las niñas y niños nos olvidamos de que deben transitar determinadas emociones para reconectar con sus necesidades y satisfacerlas de verdad. […]
¿Qué te está pasando?
No entiendo nada.
Exigía que le pongamos un pañal a pesar de llevar ya un montón de tiempo sin necesitarlo. Cada vez que le decía que no, que ella era ya una niña mayor, rompía a llorar con más fuerza.
Mi pareja y yo dudamos: ¿se lo ponemos?
Al final, de aquella manera —ya me entendéis— decidimos que no. La idea era que, quizás, la niña estuviera sufriendo una pequeña regresión, y en nuestro librete mental —ese código al que acudimos cuando la empatía se marcha de vacaciones—, se transitan atendiendo no tanto a la demanda o la conducta de las niñas y niños, sino a las necesidades que hay detrás. Y, casi invariablemente, una regresión es una demanda de conexión y cuidados, pero es que, oye, jódete torero, la niña no estaba en un punto que se dejara cuidar.
—¿Quieres un abracito?
—¡¡Nooooo!! —gritaba— ¡Quiero pañal!
Así que decidí que tenía que ayudarla a salir del bucle. Y, a veces, la única forma de salir de ahí es transitar la emoción para llegar a otra que le permita retomar la conexión con nosotros y, en consecuencia, un estado de seguridad e integración.
La verdad, no estoy seguro de que lo hiciera bien.
Acepto propuestas, críticas y piedras; pero que no me den a mí.
—Que no, Amara. No va a haber pañal —le dije con dureza—. Eres una niña mayor.
Ella se revolvió como una jabata y arrancó corriendo hacia el cajón donde sabe que los guardamos. Lo abrió y cogió uno.
Me acerqué con firmeza, y se lo arrebaté de las manos. Fui al baño y lo guardé en una caja fuera de su alcance.
Seguro que hay quien lo haría mejor, pero yo…
Imaginad el follón.
La niña gritó con fuerza, desgarrándose, y se fue a brazos de su madre. Imagino que, para ella —y con razón—, Aita estaba siendo el malo, y necesitaba refugio y consuelo allí.
De repente, le oí decir:
—Estoy triste.
—Creo que en eso tienes toda la razón —reconocí, casi en automático.
Ella me miró con expresión de sorpresa. Y yo sentí conexión y mucha más calma.
—Sí, creo que tienes toda la razón —le reafirmé—, creo que estás triste.
—¿Tengo razón? —balbuceó.
—Sí, creo que tienes razón —reconocí—. Nos ha dicho Miren que has tenido una mañana complicada en la Ikastola, que lo has pasado muy mal. Y creo que algo de esa tristeza ha llegado hasta ahora.
—¿Tengo la carita azul? —preguntó con evidente curiosidad, y una oleada de ternura calmó todo mí hastío y toda mi rabia.
Para nosotros, las emociones se identifican con colores, y así es más fácil representarlas junto a las transiciones de los estados de ánimo.
—Sí, yo te la veo sobre todo azul. Pero también veo que está apareciendo un poco de verde por aquí —dije, mientras le señalaba cerca de la orejita.
—Pero, ¿tengo razón? —volvió a preguntar.
—Sí, tienes razón. Creo que estás triste. Y es normal que estés así. Igual porque hoy has echado mucho de menos a Ama, y ahora te has sentido muy solita cuando nosotros hemos decidido comer —le expliqué—. A ver, ¿lo sientes en el cuello, aquí?
Mi pareja le puso la mano entre la garganta y el pecho, justo donde yo había señalado.
Amara asintió, y se abrazó a su madre con fuerza.
—Parece que sí, Amara. Es tristeza. Mucha tristeza. Y ya sabes que la tristeza se marcha cuando recibes el cariño de Ama o Aita —le expliqué—. Pero se marcha despacito, psssss, como el aire del globito aquél.
Ambas se abrazaron más fuerte.
—Ama y yo vamos a estar contigo hasta que se marche la tristeza, cuidándote. Te lo prometo. Igual se va pronto, o igual dura toda la tarde, pero seguro que se marchará. Poco a poco, irás sintiendo como tu carita se llena de verde; y entonces volverás a querer jugar.
Durante los silencios pensaba en lo torpes que habíamos sido. Al salir de la Ikastola, la profe nos había dicho que había pasado una mañana muy mala. Pero, como también había dormido su primera siesta allí, sólo habíamos dejado espacio para la alegría y el orgullo se sentirla un poco más autónoma y mayor.
«Jolín, qué bien lo has hecho, Amara. ¡Es genial!», sin dar un minuto de tiempo a su dolor.
Así que, al llegar a casa, y ver que, en vez de hacerle el casito que necesitaba, nos poníamos a comer, se había sentido doblemente ignorada: ignorada a la salida del cole y desplazada ahora, al llegar a su refugio seguro, que era el momento en el que ella esperaba, fijo, máximo cariño y conexión.
Normal que activara la demanda, porque nos necesitaba. Primero, con carita de tristeza; luego, diciendo que le dolía la tripita, que tenía pirri (diarrea), y luego —tras no hacer nada en el WC— que quería pañal, pañal y pañal, con una rabia desorbitada.
Y yo diciéndome: «Ya nos está dando la comida otra vez», a años luz de sus necesidades, con una actitud autoritaria que me cuesta reconocer.
Si lo vemos en código de colores, pasó del violeta (de la vulnerabilidad), al azul (de la tristeza) y al rojo (de la rabia); y ahora era necesario desandar todo este camino, siendo el recorrido de vuelta siempre mucho mayor. Y eso es, justo, lo que vimos en el retorno a la calma: del rojo, al azul y al violeta, momento en el que pudo recoger lo que nosotros le queríamos ofrecer. Y al recogerlo, pum, el verde de la calma y de la seguridad.
Ojalá no hubiera tenido que pasar por ahí.
A veces, se nos olvida lo complicado que es desandar las emociones hasta poder conectar con lo que de verdad sentimos y lo que podemos necesitar. Y, a menudo, en nuestro deseo de “calmar” a las niñas y niños nos olvidamos de que deben transitar determinadas emociones para reconectar con sus necesidades y satisfacerlas de verdad.
—Quiero que Aita se enfaaaadeee —soltó de repente, con cara de pilla, bajando al suelo.
«No jodas, ¿ya está?», me pregunté, aliviado.
—¿Qué yo me enfade? —sobreactué sorpresa, intuyendo por dónde iba a ir.
—Sí, quiero jugar a que Aita se enfade porque le hago faeeeeeenas —repitió, saliendo de brazos de su madre y provocándome para que entre al trapo.
—¡¡Grrrrr!! —gruñí, y se echó a reír.
«Pues va a ser que igual no es una casualidad…», lo siguiente que me tocaba era la reparación.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
Gorka, la perfección no existe.
Todos hemos metido la pata hasta la ingle en muchas ocasiones.
Yo, al menos, me declaro culpable y sigo haciéndolo de vez en cuando.
Bastante bien reaccionaste después, rectificaste y pusiste el foco donde había que ponerlo.
Me encantaría que mis hijos volvieran a esa edad para poder atender así sus desregulaciones y no como las atendí en aquel momento. Ahí sí que me tiraría piedras, ahí.
Intento reparar en la adolescencia, haciendo las cosas de otra manera pero a los 18 ya no es tan sencillo. 3 semanas llevamos intentando contactar con las emociones del mayor y que rompa por algún sitio…no hay modo. Solo ataca y huye.
Igual necesita pañal, biberón y acunarle fuerte…pero es más grande que yo y no se deja.
Gracias por compartir tus errores y tus aciertos.
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Gracias a ti, Amparo, por seguir aquí, conmigo. Y gracias por mirar con buenos ojos lo que hago, sobre todo, cuando dejo entrever algunos errores. Ya sabes que la culpa es muy mala, y es de agradecer que haya gente que la recoja con cuidado y cariño. Te deseo mucha suerte en ese reto que tienes en casa. Espero que pronto os podáis volver a encontrar y estar más a gustito. Abrazo grande!
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