[…] Quizás lo que parecía una traición y un bloqueo desde la más absoluta indefensión, no era más que un acto de amor y protección hacia la figura a quien más quiere y necesita. […]
Paula tiene 10 años y, hace unos años, sus padres estuvieron litigando judicialmente para determinar quién se iba a quedar con la custodia.
Ella quería quedarse con su madre, porque era la persona que siempre la había cuidado, pero, finalmente, el juzgado le dio la razón al padre, por lo que tuvo que marcharse a vivir con él, a otra población.
3 años después de aquello, Paula ha desarrollado un cuadro de ansiedad agudo, con momentos depresivos en los que siente que la vida no merece la pena, llegando a autolesionarse gravemente con intención de quitarse la vida.
Dice y repite hasta la saciedad que quiere hablar con el juez para decirle que quiere irse a vivir con su madre.
Si regresamos a la época en que su madre y su padre estaban a tortas en los juzgados, nos llama la atención una cosa: la actitud que la niña tuvo en el equipo psicosocial, en compañía de su madre. Según cuenta la madre, estuvo muy “pasota”, desconectada, haciéndole quedar mal delante de los profesionales, como si estuviera en su contra.
Hostia tú.
¿Y eso cómo se entiende? Si la niña quería irse a vivir con ella…
Al explorar el relato, vemos que la niña tuvo dos entrevistas en el equipo psicosocial —como suele ser habitual—, la primera con el padre y la segunda con la madre. Es más que posible que, durante la primera entrevista, la niña se sintiera condicionada y presionada por la presencia del padre —un hombre frío y autoritario, en el contexto de una familia manipuladora— para dar la versión que él quería. Eso, seguramente, le llevó a encontrarse en la segunda entrevista, esta vez con su madre, con un conflicto imposible de resolver: si decía que quería estar con su madre, traicionaba a su padre —con las consecuencias que eso podía acarrear para ella— y se desdecía ante las personas con quienes ya había hablado, quedando como una mentirosa; y, si decía que quería permanecer con su padre, se estaba traicionando a sí misma, asumiendo una responsabilidad que no le tocaba y haciendo daño a su madre, una persona por entonces muy vulnerable a estas cosas.
No es de extrañar que la niña se protegiera de la mejor manera posible, a saber, luchando para no decir nada que le comprometiera en ningún sentido. Que se bloqueara, protestara a su manera, y tratara de desaparecer de allí de la única forma que le era posible, separando la mente del cuerpo y dejándola volar muy lejos, mientras su cuerpo permanecía en la sala, tratando de evitar las preguntas de los profesionales y la expresión de decepción de su madre.
Sin embargo, las conclusiones del equipo psicosocial fueron que la niña parecía más integrada y relajada con su padre y, aunque no fue el argumento definitivo para la decisión del juez, la valoración de las y los psicólogos del juzgado pesó mucho para tomar una decisión final a favor de este hombre.
De los criterios que sustentan la sentencia no voy a hablar, para no insultar a nadie.
Una decisión que, intuyo, está muy relacionada con el cuadro de ansiedad y depresión que presenta ahora. Entre otras cosas —repito, entre otras michas cosas, que esto es un resumen demasiado escueto—, porque la niña probablemente nunca pudo hacer el duelo que implicaba despedirse de la casa de su madre, de sus juguetes, sus animales, su olor y la presencia diaria de una figura bondadosa, para aceptar la vida que le toca ahora. Porque, en este contexto, es evidente que la niña tuvo y tiene que sentirse culpable: culpable por no haber dicho lo que tenía que decir para protegerse, para proteger a su madre, para proteger su estancia en el cole, y para proteger la vida que tenía, y que todavía anhela con tanta fuerza. Y es la culpa, la maldita culpa, la que congela los duelos, anclándonos en la negación, la lucha y la rabia, sensaciones que podrían estar detrás de la sintomatología que presenta ahora, a saber, la de un cuerpo que siente que debe luchar y luchar, hasta que se agota y se apaga.
«¡Dejadme hablar con el juez, hostiaputa!»
Un cuerpo que sólo puede reconocerse como víctima de los acontecimientos. Como una maleta que va y viene, sin especial valor para las personas que la llevan. Porque quiso protegerse y quiso proteger a los suyos y eso, desde su perspectiva, habla muy mal de ella.
Lo que no sabe es lo que piensa y siente su madre en relación a lo que pasó. No sabe cómo se rompió al tomar conciencia de eso, diciendo y repitiendo “pobrecita”, mientras le ahogaban las lágrimas. Porque, a pesar de que ella se sienta como una traidora hacia la figura de su madre, ésta reconoce el esfuerzo que hizo para protegerla, porque sabe y reconoce que, si su hija hubiera dicho que quería quedarse en su casa, el maltratador seguiría persiguiéndola, en una lucha infinita para someterla, desequilibrarla, y quedar él como el bueno de un cuento que no es la verdadera historia.
Y está a-gra-de-ci-da.
Quizás lo que parecía una traición y un bloqueo desde la más absoluta indefensión, no era más que un acto de amor y protección hacia la figura a quien más quiere y necesita.
Quizás hubo mucha más fuerza, más recursos y más inteligencia de los que cree, en ese bloqueo que todavía la está destruyendo.
No sé por qué, pero creo que hablarán de ello.
Tienen la suerte de comunicarse de maravilla.
Confío en que es lo que necesitan.
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El duelo silenciado. F. Javier Aznar Alarcón: https://centroasesoramientoyterapia.files.wordpress.com/2015/12/elduelosilenciado-fjavieraznaralarcc3b3n.pdf
Nuria Varela y F. Javier Aznar Alarcón (2018). La ecología narrativa del trauma relacional. Revista de psicoterapia.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com