Relaciones objetales: en contra de la profesionalización y a favor de una intimidad honesta

[…] A esto, precisamente, es a lo que llamamos relaciones objetales. Cuando, sistemáticamente nos relacionamos con el introyecto en vez de hacerlo con la persona real, que siente y padece, y que transita entre diferentes partes protectoras, estados mentales y emociones, que le llevan a entender el mundo de manera diferente, sentirse más o menos segura, y crear modelos de vinculación acordes a las necesidades de cada momento. […]

Una de las cosas que más daño hacen a la infancia y que habitualmente pasa desapercibida —incluso para las figuras profesionales más experimentadas—, son las relaciones objetales.

De hecho, algo me dice que esta modalidad de interacción, si es sostenida en el tiempo, está en el núcleo de los modelos de apego predominantemente más desoganizados. Y que, en consecuencia, se relaciona de alguna manera con los diferentes trastornos de la personalidad: límites, narcisistas, antisociales, etc. Por eso, es importante que sepamos identificaarlas y tener algunas claves para intervenir en caso de toparnos con progenitores o familias que hayan entrado en este juego, que no tiene nada de divertido, ni de gracioso.

El término relaciones objetales sugiere el trato hacia las personas como si fueran meros objetos inanimados. Pero, visto en perspectiva, es algo más profundo. Todas y todos construimos una representación interna (introyecto) sobre las personas con quienes nos relacionamos. Por eso, podemos decir que Paco es un mujeriego, que Amaia es una seta, o que lo que motiva a Jokin más que cualquier otra cosa es ponerse guapo en el Gimnasio, porque es un chulito de cojones.

No hay nada malo en pensar así. De hecho, creo que es muy difícil —e incluso imposible— hacerlo de otra manera, si queremos preservar los recursos de nuestro cerebro. Se trata de economía cognitiva. El problema comienza a acontecer cuando nos relacionamos con las personas como si fueran esa imagen que hemos construido en nuestra mente, obviando que seguimos teniendo enfrente una persona de carne y hueso.

A esto, precisamente, es a lo que llamamos relaciones objetales. Cuando, sistemáticamente nos relacionamos con el introyecto en vez de hacerlo con la persona real, que siente y padece, y que transita entre diferentes partes protectoras, estados mentales y emociones, que le llevan a entender el mundo de manera diferente, sentirse más o menos segura, y crear modelos de vinculación acordes a las necesidades de cada momento.

La sensación habitual de las niñas y los niños que sufren relaciones objetales, es de estar siendo perpetuamente agredidos, a la par de indefensos y solos.

Agredidos, porque los adultos que han caído en la trampa, se relacionan con ellos de manera rígida, atribuyéndoles intenciones, estados de ánimo, narrativas o eventos, que nada tienen que ver con lo que está pasando, interpretando su conducta como si fuera algo perverso, es decir, motivado por malos motivos. Esto les lleva a permanecer muchos tiempo con su sistema de protección activado, sin apenas poder descansar, porque, hagan lo que hagan, se pongan como se pongan, nada cambia en la mente del adulto que tiene el deber de cuidar, proteger y educarlos.

Indefensos, porque no pueden hacer nada en contra de la narrativa que se les impone por parte de fuerzas contra las que no pueden enfrentarse, porque son demasiado grandes para aspirar a una victoria. Y porque, en caso —más que improbable— de vencer esa batalla, implicaría unos niveles de desestabilización o desorganización del adulto, que comprometerían la seguridad y el vínculo.

Y finalmente solos, porque se ven comunicándose con las personas a quienes más necesitan a través de una pared, sin que nadie responda al otro lado. Al no haber prácticamente resonancia empática, no hay esperanza de que una solicitud de ayuda sirva para satisfacer las propias necesidades, al priorizarse la proyección del adulto.

Lo más triste es que lo común en las las niñas y niños que sufren relaciones objetales —como hemos dicho por parte de adultos que a menudo sufren algún tipo de trastorno de la personalidad—, y que se ven obligados a mantener relaciones en las que su sentir no tiene importancia respecto a la construcción que el adulto se ha hecho de ellos, se protejan alejándose de esa relación que tanto estrés les reporta, colocando una etiqueta al adulto que —ahora sí— se corresponde con la realidad, en plan, mi padre está loco, a mi madre sólo le importa estar acompañada, o a mi padre sólo le importa él y nadie más en este mundo. A tomar por culo.

Esta actitud vital les protege. Les da la posibilidad de diferenciarse y desarrollar una personalidad independiente de las etiquetas que se les han impuesto, mirar hacia el futuro y tirar hacia delante. Pero, en contrapartida, genera un cortocircuito en su cerebro. Un cortocircuito invisible que tiende a activarse en momentos de estrés o cuando alguien les impone una mirada que no se corresponde con la realidad, como durante todos esos pisotones que han sufrido.

Y aquí, la verdadera putada ya la hemos señalado. Todas y todos nos relacionamos, a veces, con las películas que nos hemos montado sobre la peña, en vez de con la gente real, con la ropa de hoy, el desayuno de hoy, y las alegrías y faenas del día.

Y eso, puede generar reacciones fuera de control, en la que uno se haga fuerte rompiendo la relación y mandando a tomar viento fresco, normalmente con el la justificación habitual en este tipo de casos: yo no me quiero relacionar con esa gente, que es una mierda. Caen así, una y otra vez, en la misma trampa en la que en su día cayeron ellos, reproduciendo un modelo de relaciones objetales que, a no ser que algo muy guay acontezca, reproducirán también con sus propias hijas o hijos.

Pero, ¿qué es esto tan guay, que hace que me salgan corazones por la boca?

Básicamente, relaciones alternativas de protección o cuidados.

Alternativas que pueden venir en forma de medidas de protección, si se acredita negligencia, abuso o maltrato, y en consecuente daño en las niñas o niños; una terapia a largo plazo; la relación con un animal que les sienta de otra manera; o relaciones espontáneas y gratificantes con adultos que no caigan en la misma trampa como, por ejemplo, entrenadores o profesorado significativo, que vea más allá de lo evidente.

O yo qué sé, cada vida es un mundo, con sus continentes, su metereología y su fauna.

Es decir que se relacione con ellos, más allá de las etiquetas, narrativas, diagnósticos o descripciones que aparezcan en los informes. Que les comprendan y les sientan de cerca, se ponga como se ponga la cosa; acepten o no puedan aceptar una relación de ayuda. Porque, a veces, los sentirán como adultos que irremediablemente van a fallar haciéndoles daño, dejándolos indefensos y solos. De eso va la castaña.

A fin de cuentas, es lo que han mamado.

Y es que la tendencia con las niñas y niños que sufren relaciones objetales es seguir dándoles caña en la línea de flotación, profesionalizando una relación que sólo puede repararse con una intimidad honesta.

No les pidamos que puedan solos cuando todavía se están protegiendo.

Nadie puede explorar ni explorarse sin ayuda.


Lecturas recomendadas:

BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica

BARUDY, J. y DANTAGNAN, M. (2009). Los buenos tratos a la infancia: parentalidad, apego y resiliencia. Barcelona: Gedisa

DANGERFIELD, M. (2017). Aportaciones del tratamiento basado en la mentalización para adolescentes que han sufrido adversidades en la infancia. Cuadernos de psiquiatría y psicoterapia del niño y del adolescente. SEPIPNA, nº 63.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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