[…] Los que hemos trabajado con estas personas sabemos que, en determinadas ocasiones, llegan a colapsar. Es decir, que cuando el entorno no les da lo que ellos necesitan, pueden transitar hacia otro estado que, posiblemente siga siendo desadaptativo, pero podría darse el caso de que sea más sano o con una mayor flexibilidad para encarar o adherirse a determinados procesos. […]
Por nuestra profesión, los educadores familiares que trabajamos para la administración pública, nos “vemos obligados” a trabajar con perfiles narcisistas.
Y digo que nos “vemos obligados” porque no suele ser plato de buen gusto para nadie y, además, el pronóstico no suele ser nada bueno. Porque estas personas rara vez se adhieren a ningún tipo de tratamiento y, cuando lo hacen, suele ser en términos de pseudocolaboración, con otra intención de fondo, como, por ejemplo, mantener en vínculo traumático con sus víctimas, quedar por encima subyugando a las personas a quienes maltratan, o ganar la batalla judicial en caso de que la hubiera.
No pueden beneficiarse de nuestros servicio porque no pueden conectar con la propia vulnerabilidad y, si por casualidad o despiste, llegan a algo parecido, suelen huir del tratamiento, normalmente colocándonos en el rol de agresores y responsabilizándonos de la decisión de abandonar que ellas o ellos mismos han tomado.
¿Significa esto que no podemos hacer nada por ellos?
No. Significa que yo, con mis herramientas profesionales y en el contexto en el que trabajo, no suelo estar en condiciones de facilitar determinados procesos. Pero, sobre el papel, sí hay un camino que se podría seguir, aunque no estoy de todo seguro —vale, creo que sí que me sé la respuesta— si deontológicamente es justificable.
Tradicionalmente, se entienden los trastornos de la personalidad —y, entre ellos, el narcisista— como una inflexibilidad radical en la persona. Es como si una determinada “parte protectora” hubiera cristalizado desde muy temprano, enervando hasta el self, es decir, la parte central que lleva el volante de la conciencia. Es decir, que las personas con un trastorno de la personalidad se han convertido en su forma de protegerse, siendo incapaces de ver el mundo, sentir, cuidarse, defenderse o vincular de otra manera.
Sin embargo, creo que es un error considerar los trastornos de la personalidad en su conjunto como un bloque de cemento rígido. Quizás sea más correcto o más cercano, entenderlos como el esfuerzo que la persona hace para sostener en la puerta de su cueva dicha piedra, como un muro protector hacia los peligros de fuera.
Los que hemos trabajado con estas personas sabemos que, en determinadas ocasiones, llegan a colapsar. Es decir, que cuando el entorno no les da lo que ellos necesitan, pueden transitar hacia otro estado que, posiblemente siga siendo desadaptativo, pero podría darse el caso de que sea más sano o con una mayor flexibilidad para encarar o adherirse a determinados procesos.
Por ejemplo, a un hombre narcisista y maltratador, que sigue queriendo ejercer control y maltrato hacia su expareja, se le puede “caer el mundo” si se visibiliza su juego, no puede seguir obteniendo atención y admiración, y no se puede abandonar el proceso. En los casos que yo me he encontrado, sus reacciones suelen ser muy curiosas, porque de ser fríos y controladores, pasan a todo lo contrario. Es como si el psicópata narcisista se convirtiera, de golpe y plumazo, en un perfil de trastorno límite de la personalidad, que suplica por la vinculación y los cuidados que nunca ha tenido.
Un perfil muy desorganizado, es cierto, pero mucho más abierto a cubrir las necesidades de fondo, las que podrían suponer el inicio de un proceso terapéutico o de ayuda —según el caso— porque, al contrario de un estado narcisita, un estado límite sí que puede recibir la vinculación más segura que ambos necesitan.
Pero, quizás, el problema de muchas y muchos profesionales es que no sabemos ver esto y, cuando el narcisista se desrregula y se le va la castaña, lo valoramos como algo negativo, y seguimos interactuando con el introyecto —es decir, la percepción rígida que nos hemos formado sobre él o ella— en vez de con la persona real cuyo sistema nervioso pendula y cuyo corazón está abierto ahora de par en par a los cuidados.
Y aquí perdemos una oportunidad cojonuda, amigas y amigos, porque si algo sabemos los que curramos en protección a la infancia es lo significativas que pueden ser determinadas intervenciones para las niñas y niños heridos que tienen hambre justo de lo que les podemos dar en ese momento.
Quizás deberíamos dejar de ver los trastornos de personalidad —me atrevo a decir de cualquier tipo— como una afectación de la personalidad, y empezar a verlos como esfuerzos similares a los que todas y todos hacemos, pero que no pueden cesar, porque la no hay alternativa, salvo el vacío y la muerte. Y no se les ha ido la olla por incapacidad o caprcho, sino porque las condiciones ecológicas en las que han sobrevivido, han retroalimentando una y otra vez su funcionalidad, convirtiéndolas en la única forma en la que la persona confía para estar en el mundo.
Pero, en realidad, no dejan de ser procesos disociativos. Y como bien sabemos, para trabajar con la disociación, es esencial atender a las transiciones y, en contra de lo que todo el mundo hace, poder atender desde los cuidados a los estados que emergen cuando los recursos colapsan y la persona se viene abajo. Es decir, mantener la interacción con la personal real, la que está presente, a pesar de nuestros introyectos, sin retraumatizar reproduciendo las relaciones objetales que dieron lugar a la rigidez que tantos sufren.
Pero, llegados a este punto, vuelvo a la pregunta: ¿es ético?
¿Es ético empujar a una persona a la desrregulación más absoluta con el deseo —oculto o casi oculto, que si no igual no funciona— de ayudarla? ¿Es ético hacerlo sin unos objetivos consensuados y compartidos?
¿Es ético obligar a alguien a permanecer en determinados procesos?
Mucho me temo que no, colegas.
Mucho me temo que no se debe hacer eso con nadie, por mucho daño que esté generando. A fin de cuentas, el fin no justifica los medios.
Así que, en estos casos, sólo nos queda esperar a que las circunstancias les den su merecido, redaña en mano, a ver si suena la flauta y se abren lo justo para que entre otra forma de relación, vinculación, o narrativa que marque la diferencia.
Pero, mucho me temo, que será escaso, insuficiente, para compensar una vida de sufrimiento y desconexión de sus necesidades más profundas.
Aun así, yo opto por intentarlo. Porque si conseguimos algo quizás ayude a regular el sufrimiento de toda una familia.
Y tú, ¿cómo lo ves?
¿Crees que hay algo de razón en esto?
Gracias.
BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica
BATEMAN, A. y FONAGY, P. (2016). Tratamiento basado en la mentalización para los trastornos de la personalidad. Bilbao: Deslee de Brouwer
GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon
SCHWARTZ, R.C. (2015). Introducción al modelo de los sistemas de la familia interna. Barcelona: Eleftheria
Gorka Saitua | educacion-familiar.com