[…] Pero, mientras escuchaba con atención el llanto de su hijo desde la habitación contigua, algo le llamó la atención. Al principio, quizás porque su sistema nervioso estaba en “modo lucha”, pensó que eran imaginaciones suyas pero, cuanto más tiempo escuchaba, más certeza tenía de que había algo en ese llanto que denotaba que su hijo no estaba bien. […]
Cuando Peio —de 4 años— derramó con mala leche el vaso de agua su padre sintió la imperiosa necesidad de fijar un límite. Se pusiera como se pusiera el canijo, no podía tolerar que agrediera a los objetos de la casa, ni mucho menos que lo hiciera con rabia y con esa mirada desafiante.
No, por ese camino no, amigo. Te vas a cagar.
Tomó al niño con firmeza de su brazo y lo llevó hasta el salón:
—Te vas a quedar aquí un rato —le dijo—. Estoy muy enfadado contigo: has tirado el agua a propósito.
El niño intentó en varias ocasiones ir a la habitación donde estaba su padre, pero éste lo frenó y le obligó a permanecer solo en el salón. También intentó llamar la atención de su padre en varias ocasiones, pidiéndole cosas que supuestamente necesitaba, como agua, su juguete preferido, o que cuidara de una herida que se había acabado de hacer.
Sin embargo, el padre se mantuvo firme, entendiendo que su hijo necesitaba ahora, por encima de otras cosas, darse cuenta de que ahí había una línea roja que no podía pasar.
Pero, mientras escuchaba con atención el llanto de su hijo desde la habitación contigua, algo le llamó la atención. Al principio, quizás porque su sistema nervioso estaba en “modo lucha”, pensó que eran imaginaciones suyas pero, cuanto más tiempo escuchaba, más certeza tenía de que había algo en ese llanto que denotaba que su hijo no estaba bien.
No obstante, persistió en la consecuencia que había impuesto a su hijo. Pero, ahora, de otra manera, porque algo le decía desde su interior que algo importante se había roto y que necesitaba reparar.
Así que esperó a que su hijo se calmara un poco y esta vez fue él quien acudió a su encuentro, en el salón.
—Estoy enfadado con lo que has hecho —no dijo “contigo” como en otras ocasiones—, pero hay una forma de arreglarlo. Cuando estés preparado, puedes venir a la cocina y limpiar el agua que has tirado.
Dicho esto, de forma contundente y firme, se marchó. Al marchar el niño rompió de nuevo a llorar con gran intensidad, cosa que sorprendió al padre: ¿qué narices estaba pasando? Yo pensaba que esto le iba a tranquilizar.
Al de un rato, Peio se aceró a la cocina. Tomó una servilleta y se subió a una silla. Limpió el agua, sí, pero con una rabia endemoniada y, al terminar, tiró la servilleta al suelo, bruscamente, con la misma expresión desafiante con la que había tirado el vaso.
Hostia tú.
Haciendo un esfuerzo por controlar sus impulsos, el padre tomó al niño de la mano y lo devolvió al salón. Peio se quedó profundamente afectado. Lloraba desconsolado, pataleaba y gritaba. Era evidente que, en contra de lo que era habitual, no estaba aceptando la situación.
Motivado por la curiosidad, el padre repasó la secuencia de acontecimientos. Por mucho que se esforzaba, no daba con la clave que le hacía sentir a su hijo tan mal.
«No lo entiendo», se decía, «¿por qué no lo acepta? Si es evidente que lo ha hecho mal».
Cuando su hijo se calmó un poco, el padre volvió al salón. Al llegar, Peio lo miró con desconfianza, como esperando otro castigo o otra muestra de incomprensión por parte de él. Sin embargo, el padre se sentó a su lado y, mucho más calmado, le preguntó:
—Cuéntame, por favor, ¿qué es lo que te ha hecho sentir tan mal?
Peio se le quedó mirando, e inmediatamente comenzó a temblar su labio inferior.
—Yo… yo no quería que se… salieran las burbujas —balbuceó.
De repente, a su padre le dio un vuelco en el corazón. Y antes siquiera de procesar lo que su hijo había dicho, lo tomó subió en sus piernas y lo abrazó.
Entonces, Peio rompió a llorar con más fuerza su cabe. Pero ese llanto no era de rabia, sino que denotaba una profunda tristeza.
Mientras abrazaba a su hijo, su padre pudo revisar le película de su memoria. En efecto, antes de tirar el vaso de agua, el niño había estado haciendo burbujas con una pajita. Y él se había enfadado mucho con él porque, al soplar, el agua se había salido, mojando la mesa.
Hostias.
—Es verdad, Peio. No lo había pensado. He dado por hecho que las burbujas se salieron a propósito, cuando esa no era tu intención, ¿verdad? —reconoció el padre—. Viéndolo así, es normal que sientas que he sido injusto contigo. Claro. Es lógico que estés tan enfadado.
El llanto del niño había cesado. Ahora miraba a su padre con los ojos vidriosos.
El padre secó sus lágrimas.
—Creo que los dos nos equivocamos, y los dos teníamos razón —reconoció—. Yo me he equivocado al pensar que querías que se salieran las burbujas, y tú al tirar el vaso. Y se me ocurre una cosa para evitar que nos vuelva a pasar.
Se hizo un pequeño silencio.
—Si quieres hacer burbujas, me lo dices, y las hacemos en el balcón, donde no me importa que se derrame el agua, ¿te parece?
El niño asintió.
—Y si tú notas en otro momento que he sido injusto contigo, me lo puedes decir —continuó—. Por ejemplo, diciéndome “aita, has sido injusto” y, entonces, podemos parar, sentarnos y hablar. Porque lo bueno que tiene esta casa es que los enfados no duran demasiado y siempre se pueden hablar.
—Aita, has sido injusto —repitió Peio.
—¿Y por qué lo piensas así? —le siguió el rollo.
—Porque no quería que se salieran las burbujas.
Y lo dijo con una gran asertividad, confianza y claridad.
PD. Cuando comencé a trabajar en esto, hubo un momento en el que mis compañeros me hicieron ver que había metido la pata con una de las personas a quienes acompañaba. Mi respuesta rápida y natural fue decir, anda, pues vale, voy a pedirle perdón. Sin embargo, la persona que tenía más experiencia me dijo, oye, cuidado con eso, no lo hagas, que pierdes credibilidad. Y no lo hice por ingenio y por sumisión a la autoridad.
Nunca más.
Cuando alguien te de una repuesta parecida, ¡plas! le pegas en la jeta este post.
Porque, si algo tiene valor en la vida, es una buena reparación.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com