El don de la vocación: mitos profesionales 

[…] La movida es que, a todos ellos, les mola hablar de “vocación”. A unos para parecer ángeles salidos del cielo, en quienes sus víctimas pueden confiar. A otros, para colocarse un aro brillante en la cabeza, destacar, y legitimar su poder. Y a nosotras y nosotros —pringaos— para cubrir esa autoestima dañada por el #trauma, que ha creado un pozo de vergüenza que nos cuesta tanto cubrir. […] 

Jesusito de mi vida, líbrame de los profesionales con #vocación.  

La mayor parte de nosotras y nosotros hemos vivido bajo el mito de que “hay que tener vocación para desarrollar adecuadamente una profesión”, cosa que me resuena a esos lemas meritocráticos rollo “persigue tus sueños” o “dedícate a lo que te gusta y no volverás a trabajar”.  

¡Puaj! 

Huele a jipi iluminati casposo elegido por dios.  

La cosa es que parce lógico, ¿no? Coño, si algo te gusta es más fácil que lo hagas bien; y llevas toda la vida pensando lo que quieres ser de mayor es más probable que pongas interés.  

Bueno, quizás sea válido para el que trabaja con computadoras, o para quien aprieta tuercas en un taller, pero me cuesta mucho más verlo en relación a la gente que trabaja con personas, sobre todo, si son profesiones que tienen relación con el sufrimiento de los demás.  

Porque lo lógico, josmíos, es que uno no quiera estar en contacto con el dolor. Las heridas ajenas son en sí misma aversivas, y generan sufrimiento vicario, esto es, en quien las padece porque las ve. Y si no es así, aparta colega, y mírate esa #disociación.  

Entonces, ¿qué lleva a la peña a desear ejercer estas profesiones? 

Creo que es la pregunta del millón.  

Hay quien es un poco sádico y se siente bien ahí, en plan, mira lo jodido que estás y lo cojonudo que estoy yo. Pero, es verdad, son pocos, aunque existen y cuando sus tropelías salen a la luz nos sacan a todos los colores, porque no las supimos ver.  

También los rollo narciso cabrón, que llenan su vacío interno pisando cabezas y acumulando más y más poder. Con frecuencia llegan a puestos de responsabilidad lamiendo ojetes, que es una actividad que otras personalidades más neuróticas se niegan a hacer. A estos les pone estar en un lugar más alto, diferenciado, porque disfrutan del estatus y reconocimiento que ellos solos no se pueden dar.  

Y luego está la mayoría de los mortales, que elegimos estudiar esto o u otro para sanar las heridas que hay en nuestro interior con una actitud vital obsesiva que nos permite, con gran esfuerzo, esa sublimación. Y aquí se bifurca el camino, amigas y amigos, porque algunos se van por la derecha, en una huida hacia delante; y otros hacia mi izquierda querida, optando por un proceso terapéutico que les ayude a gestionar esa realidad que ponen en juego con cada persona que se les aparece reproduciendo ciclos de revictimización.  

Que los habrá más sanos… seguro que sí. Pero cada vez que rasco me encuentro este percal.  

La movida es que, a todos ellos, les mola hablar de “vocación”. A unos para parecer ángeles salidos del cielo, en quienes sus víctimas pueden confiar. A otros, para colocarse un aro brillante en la cabeza, destacar, y legitimar su poder. Y a nosotras y nosotros —pringaos— para cubrir esa autoestima dañada por el #trauma, que ha creado un pozo de vergüenza que nos cuesta tanto cubrir. 

La vocación se convierte así en algo que no tiene tanto que ver con lo bonito, lo chuli o lo guay, sino con lo más oscuro que ponemos a funcionar en nuestro ámbito laboral; en un vestido bonito que, aunque sepamos que no nos pertenece, rehusamos desprendernos. Y así, entre unos y otros, en manada, nos dedicamos a alimentar el mito del profesional excelente por vocación. Un mito que nos viene de vuelta, como vais a ver.  

Porque, si lo que hace a un profesional excelente es algo tan incorpóreo y etéreo como la vocación —es decir, algo que se tiene o no—, ¿qué puñetas le vamos a hacer? 

Se produce así un impacto entre los divinos y los mortales, en el que, curiosamente, nosotros siempre estamos en el bando de los primeros, de los ungidos o los caballeros Jedi. Y a hostia limpia todo el rato porque, oye, tenemos la verdad y el bien con nosotros, y eso nos legitima a joder a quien sea por un beneficio mayor.  

Si estás en estas hostias, mira alrededor, y fíjate en quien mira la escena comiendo pipas. Te vas a sorprender.  

Que ya lo sé, que hace poco he escrito algo que denota que he caído en la misma trampa, pero perdonadme la vida, que soy todo contradicción.  

Sea como sea, a las estructuras a las que “pertenecemos” les interesa que sigamos así. Porque, si lo que importa es esa luz interior que se tiene o no —ay, amá, que gomito—, eso les quita mucha responsabilidad. Por ejemplo, la de proporcionarnos condiciones laborables dignas, formación de calidad, mejores recursos, una cultura organizativa bientratante, protección contra los tiburones —que todos sabemos que los hay—, cuidados profesionales, supervisión o terapia que rompa el ciclo de joder a los demás. Cosas que, no hace falta que lo diga, si mejorarían nuestro desempeño profesional, y no el sueño de arreglar el mundo de unos cuantas niñas y niños jodidos, que van por el camino de joder a los demás.

Pero, nada, tú sigue sintiéndote un ser de luz, porque has sido tocado por dios.  

Mejor crea redes de apoyo, de autoprotección, de cuidados, o de cualquier otra mierda que te permita gritar hacia arriba, hostia, mira, que sí que se puede, que lo hemos lograo.  

Y denuncia que no se haga. Pero demostrando que se puede hacer. 

Quizás eso sí que ponga un poco en jaque la estructura. Y no tus anhelos infantiles de ir en el ejército de los buenos que, tras mucha lucha, no se sabe bien donde, ni para qué, será el vencedor.  

¡Alabaré! ¡Alabaréééé! 

Música de misa: off. 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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