[…] —Estoy con muchos nervios aquí y aquí —dije, señalando mi frente y mi pecho—, y lo estoy pasando bastante mal. Si me ves mirando a un sitio con cara de tonto y no te hago caso, es por eso. […]
—¿Sabes una cosa, Amara? —dije, y me tembló un poquito la voz.
Debió captar que era algo importante, porque inmediatamente me dirigió la mirada.
—Estoy con muchos nervios aquí y aquí —dije, señalando mi frente y mi pecho—, y lo estoy pasando bastante mal. Si me ves mirando a un sitio con cara de tonto y no te hago caso, es por eso.
Ando unos cuantos días con mucha ansiedad. Hasta el punto de que me he visto obligado a tomar medicación, porque mis recursos no eran suficientes para regularla. Con mis palabras quería que mi actitud de mierda interfiriera lo menos posible en su estado de ánimo; y que, si lo hacía, al menos, tuviéramos una base o un esquema para hablar de eso.
—¿Tienes muchos nervios? —respondió ella.
—Sí, muchos. A algunos mayores nos cuesta mucho sacarlos fuera porque nos cuesta llorar, que es la mejor forma de hacerlo —respondí—. Y no sé qué hacer para encontrarme mejor. Es una faena.
Sin decir nada, fue a la mesa del salón, le quitó la tapa y sacó un globo de dentro. Me lo acercó con mucho cuidado.
«No puede ser verdad», me dije. Automáticamente, aflojó la ansiedad y no pude reprimir que se me humedecieran los ojos.
—¿Qué quieres hacer con el globo? —pregunté, casi con miedo.
Me lo colocó dentro de la camiseta, a la altura del pecho.
—Mimito.
Y empezó a acariciarlo con cuidado, dedicándole tiempo.
Se me cayeron las lágrimas.
—Mira, Amara, está funcionando —dije, señalándome las lágrimas—. Los nervios se han ido, y ahora ha llegado la tristeza. Creo que así estoy mejor por dentro.
Respiró con fuerza, y al espirar lo hizo a través de un anillo hecho con sus deditos pulgar e índice.
«Hostia, no», me dije, muriendo de amor y sintiéndome la cosa más blanda de la tierra.
Respiré yo también, al ritmo que ella me marcaba. Con cada respiración me sentía más poca cosa y a la vez el hombre más afortunado del mundo.
Ya no podía hablar. No podía decir nada.
Entonces ella me abrazó, rodeando con sus brazos mi cuello. Y se quedó un rato grande ahí, sentada en mi regazo, mientras yo y mi ansiedad nos deshacíamos desde dentro.
—¿Estás mejor? —me dijo, con una sonrisa.
Asentí despacio, mientras una voz dentro de mí decía: «maldita sea, no te haces una idea».

Gorka Saitua | educacion-familiar.com