[…] El gigante hacía cualquier cosa por no mirar allí adentro. Pasaba los días, las semanas y los años construyendo un refugio que no necesitaba, porque era el ser más poderoso del mundo entero. Decía que necesitaban un lugar apartado, sin ventanas, con las paredes fuertes y una puerta sólida, porque les acechaban peligros enormes, y tenían que estar preparados. […]
En un valle muy lejano, más allá de las montañas y del horizonte, vivían un gigante de piedra y una niña, que eran amigos.
El gigante era más grande que los árboles más altos. Pesaba tanto que cada una de sus pisadas se sentía como un terremoto.
En su pecho había una cueva oscura, en cuyo interior habitaba un monstruo. Nadie sabía cómo era ese monstruo, porque no se mostraba a los mortales. A lo sumo, en las noches frías de invierno, se podían ver unos ojos rojos que brillaban a través de la negrura.
La niña, sensible, curiosa e inteligente, miraba a menudo hacia ese agujero. Se preguntaba quién viviría allí para influir tanto en el comportamiento de su amigo.
Porque el gigante hacía cualquier cosa por no mirar allí adentro. Pasaba los días, las semanas y los años construyendo un refugio que no necesitaba, porque era el ser más poderoso del mundo entero. Decía que necesitaban un lugar apartado, sin ventanas, con las paredes fuertes y una puerta sólida, porque les acechaban peligros enormes, y tenían que estar preparados.
Y la niña no entendía nada.
Sólo veía que, cada vez que brillaban esos ojos rojos, su amigo daba un respingo y apartaba la mirada. Algo había en esa presencia que le hacía sentir dolorosos pinchazos en el pecho.
Un día, la niña se atrevió a preguntar al gigante:
—Amigo, qué temes tanto, porque no lo entiendo.
—¿No lo has visto? —dijo, y al instante su frente sudó escarcha.
—¿El agujero de tu pecho? ¿Los ojos rojos en la oscuridad? Claro, pero no sé por qué te dan tanto miedo.
—¿Ves lo grande que soy? ¿Y mi piel caliza? —respondió el gigante—. Yo antes no era así. Era un niño normal, pero se me instaló ese monstruo en el pecho.
—¿No naciste gigante? —preguntó la niña.
Se hizo un grave silencio entre los dos. La niña decidió dar por concluida la conversación, dejando a su amigo sumido en un largo letargo.
De camino a su casita, pensó en algo en lo que no había reparado. Cada vez que había visto al monstruo de ojos rojos y el gigante había dado un respingo, su amigo había crecido y se había vuelto un poco más rígido. Estaba muriendo por una enfermedad que le hacía cada vez más grande pero que lo estaba convirtiendo en piedra.
Quizás las más altas montañas eran eso: gigantes que no habían podido sobrevivir a la maldición del monstruo de su pecho.
Un escalofrío le recorrió la columna. No quería ver a su amigo convertido en piedra. Le quería mucho y no podía permitirlo.
Una noche, cuando el gigante dormía, la niña hizo una linterna con una cesta de luciérnagas, y trepo por su tripa. Tras horas de escalada llegó a la cueva.
La verdad es que se sentía fría, húmeda y oscura. Las estalactitas colgaban del techo, y las estalagmitas surgían del suelo, como los dientes de un ogro malo. De fondo, se sentía la respiración de su amigo que, al entrar, pareció agitarse un poco. Olía a madera podrida y hongos recién cortados. Poco a poco, tipi tapa, se fue internando en la oscuridad, hasta que su sombra se fundió con el negro del fondo.
Cuando el gigante despertó, se sintió especialmente a gustito. Sus despertares solían ser agitados, pero ese día se encontraba tranquilo. Así que se dejó estar un rato más en su camita, que no era otra cosa que su forma en el suelo. En su pecho sentía unas cosquillas agradables, muy diferentes a las sensaciones habituales en esa zona de su cuerpo.
—Mira, Amara, hoy estoy especialmente a gusto y tranquilo —dijo, pensando que su amiga estaba cerca.
Apenas se escuchó el rumor del viento.
—¿Amara, estas ahí? —volvió a preguntar, preocupado.
Nada. Sólo el silencio.
Se levantó a acudió presto al refugio que estaba construyendo. Con suerte, encontraría allí a su amiga, a salvo. Abrió la puerta, pero no estaba.
De repente, cayó en la cuenta. Esa sensación agradable justo ahí… ¡Oh, no! ¡No puede ser!
—¡¡Nooooooooo!! —gritó, y todas las aves emprendieron el vuelo—. ¡Amara! ¡¡Amara!!
Había crecido diez metros, y su piel se había vuelto dura como el cemento. Sólo con mucho esfuerzo pudo mover un brazo, sonando un crack que dejó helado al bosque entero.
Intentó llevar la mano a su pecho. Meterla, palpar y rebuscar en sus entrañas. Era la única forma que se le ocurría para salvarla, pero allí estaba el monstruo, esperando ese momento.
Sólo de pensar en eso, la piel se le tensó, y creció 100 metros.
Se estaba convirtiendo en montaña, como en sus peores pesadillas. Y si acababa así, como una mole de piedra, ella moriría allí dentro.
Con sus últimas fuerzas metió un dedo.
—¡¡Ahhhhh!! —gritó como si le hubieran arrancado un miembro.
Sólo el grito le empujó a meter otro dedo, otro más y la mano entera.
Pero no notaba nada. Sus manos estaban rígidas y frías, atenazadas por el pánico. No servían para nada.
Dándose por vencido, cayó al suelo. Sentado allí, miró su mano, esperando encontrar tan sólo un muñón o algo parecido. Pero lo que vio ahí, justo ahí, le revivió el alma.
—¡¡Amara!! —dijo, y dos arroyos de lágrimas formaron cascadas desde su rostro.
—Menudo viaje, colega —respondió la niña.
El gigante seguía llorando, ahora abrazando a la niña. Lloró durante horas, hasta que pudo recuperar la compostura. Entonces, se llevó las manos a los ojos, y se aclaró la vista.
Tras las nubes, vio que la niña no estaba sola. Abrazaba un cachorro de lobo… con los ojos rojos.
—Tranquilo, amigo —dijo ella—. Sólo tiene miedo.
—¡Suelta eso! —respondió el gigante, poniéndose en postura fetal para protegerse.
—No —respondió Amara—. Es parte de ti. Llegó en busca de refugio, pero, cada vez que aullaba, se sentía más solito y vulnerable. Por eso mordía y arañaba las paredes: para que le hicieras caso. Si lo cuidas como se merece, no te hará daño.
—¿Y tú eso cómo lo sabes? —respondió el gigante, con desconfianza.
La niña sacó una víbora del bolsillo de su camisa. La sujetó con cuidado. Tenía también los ojos rojos como piedras preciosas pasadas por el fuego.
—Todas las personas tienen sus monstruos —señaló la niña—. Se alimentan de sus peores temores. Pero eso sólo pasa cuando no se les mira. A pesar de lo que pueda parecer, necesitan ser comprendidos y protegidos. Nos quieren dar la seguridad que necesitamos, pero son un poco torpes en sus maneras.
Un chasquido hizo que corrieran los ciervos y saltaran las liebres.
El gigante sintió que su mano izquierda se liberaba.
—¡Oh! ¡Mira, Amara!
Al poco rato, pudo mover el cuello.
Un hormigueo le recorrió todo el cuerpo.
Como si fuera la cáscara de un huevo, toda su piel dura se fue desprendiendo, dejando al aire tierra fresca, musgo y brotes de hierba.
Había menguado 200 metros.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com