Escenas cotidianas en el parque del horror

[…] Madres o padres que acompañan a sus hijas e hijos al parque, y aprovechan para potear. Ya sabéis, porque el parque es un coñazo, han tenido un día de mierda y “necesitan desconectar”. Así que dejan a las y los peques sueltos, que para eso se crean esos espacios en las ciudades, ¿no? […]

Si habéis estado hoy en el parque, seguramente lo hayáis visto.  

Es una secuencia que se repite una y otra vez hasta la saciedad. Un patrón de interacción endémico de nuestras cuidades.  

Madres o padres que acompañan a sus hijas e hijos al parque, y aprovechan para potear. Ya sabéis, porque el parque es un coñazo, han tenido un día de mierda y “necesitan desconectar”. Así que dejan a las y los peques sueltos, que para eso se crean esos espacios en las ciudades, ¿no? 

¿Qué puede salir mal? 

Decía Jorge Barudy que, cuando las necesidades de la infancia chocan contra los intereses del mundo adulto, los primeros tienen todas las de perder.  

Pues esta conducta adulta no es baladí. Que sus madres o padres se agencien una birra y se pongan a charlar entre ellos, descuidando la mirada, transmite un mensaje al aire que, sí o sí, las niñas y los niños van a captar: “mis cosas no son importantes para ellos”, “molesto”, “no existo” o “no soy suficientemente valioso como para que me presten atención”.  

No es extraño que, en estas circunstancias, el sistema nervioso simpático se active. Están a solas, por lo que se sienten desprotegidos, y además con una sensación de rechazo que impacta directamente en su autoestima.  

«Aita, mira.», «me quiero marchar a casa.», se les oye, entonces decir.  

«Calla, hija, que estoy hablando», responden los adultos con fastidio, como suelen hacer, como si las pequeñas y los pequeños pudieran entender sus necesidades con el sistema nervioso autónomo sobreactivado por lo que los adultos acaban de hacer.  

Esta secuencia se puede repetir una, dos o tres veces. Las peques y los peques buscando encontrarse con las personas adultas, y las adultas esforzándose por preservar su espacio de ocio contra unas “molestias” que no dejan de perseverar, porque para ellos la presencia de unos adultos protectores y validantes es una necesidad imperiosa y fundamental. Y así se va cargando la olla a presión: unos mosqueados porque sienten que les están amargando la vida, y los otros insistiendo en que necesitan ese vínculo para sentir un mínimo de calma y seguridad.  

Esta pequeña guerra normalmente la ganan los adultos, claro.  

«Arrea, niña, y deja de dar por culo», pueden decir.  

Ante lo que el sistema nervioso de esa niña, hiperactivada y afectada por el rechazo, se encuentra en un dilema que es fundamental: o se apaga, y se ve incapaz de sentir ninguna motivación, ni siquiera para jugar; o se enciende todavía más, pasando al acto en un acto de verdadera desesperación.  

Suele ser entonces cuando los canijos se manchan, se pelean, se caen, o lo que sea: es la forma que tiene el sistema nervioso obligando al adulto aparecer. No porque sean tiranos o manipuladores, cojones, sino porque su sistema operativo ha petado y no pueden más. Porque, además, en esas condiciones extremas, mejor es una bronca, un insulto o una bofetada, que el rechazo que ya no pueden tolerar.  

«Pero qué coño haces. Anda para casa, que te vas a enterar.» 

Si se trata de padres con cierta tendencia al autoritarismo, como muchos de los que necesitan por encima de otras cosas esos momentos de alcohol y evasión, lo habitual es que lleguen a casa sobrecargados, rabiosos, y que vuelquen ese enfado sobre los niños, a través de gritos, amenazas castigos y eventualmente golpes, que hacen que el estado del sistema nervioso de las pequeñas y los pequeños cambie, de la hiperactivación a la hipoactivación: el reflejo vagal dorsal que se produce cuando uno se siente amenazado y sin una puerta por la que salir.  

Este apagón conlleva cierta sumisión, y ratifica la idea de esos padres y madres desconectados y autoritarios, de que deben actuar así. A fin de cuentas, su hija o hijo se ha sometido, y eso ratifica que su forma es la forma correcta de actuar. Porque a mí mi hijo no se me sube a la chepa, no como a estos jipis comeflores a los que seguro que van a vacilar. Que como se dice por ahí —nótese la ironía—, la infancia necesita por encima de todas las cosas límites y normas claras para funcionar bien.  

Pero esa niña o ese niño, ahora desconectado, ha aprendido una lección vital: que la única forma de lidiar con el malestar es en términos de autoritarismo y sumisión, siendo a la larga la manera como se va a relacionar con su mundo interior. Y a corto plazo, anticipando lo que va a pasar mañana con la siguiente cerveza: la soledad, la desregulación, la bronca y el apagón, con el añadido de que se coloca sobre él o sobre ella la responsabilidad de resolver un conflicto que, ni él inicia, ni es capaz de resolver. Este doble vínculo —haga lo que haga esto va a acabar fatal— mantiene a las pequeñas y los pequeños en una situación de perpetuo estrés, haciéndoles más sensibles si cabe a cualquier señal por parte del mundo adulto de que este ciclo se va a repetir.  

Y pasa todos los días. Si no, fíjate.  

Que jodido es ser niña o niño y que nadie te pueda sepa ver.  

Quiero aclarar que en ningún caso estoy hablando en contra del juego libre, lo cual, es una necesidad fundamental. De hecho, mi propuesta es a favor, a pesar de lo que pueda parecer. Para que los niños puedan explorar libremente, deben quedar satisfechas las necesidades de apego a través de cierto grado de supervisión que denote disponibilidad del adulto. Lo que digo es que la presencia —y la distancia óptima— de los progenitores es fundamental para que puedan disfrutar de espacios de libertad, y que muchas de las cosas que reprochamos a las niñas y niños las activamos los propios adultos al negarnos a satisfacer necesidades invisibles pero que para la mente de ellas y ellos resultan fundamentales. Gracias.

Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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