El abandono pegajoso 

[…] El abandono es pegajoso. Una vez que aparece, se pega en cualquier sitio. Y no se va, ni con amoniaco, ni con lejía. Penetra hasta lo más profundo del alma, diciendo y recordando a la gente que no es digna de amor y que, por tanto, carecen de cualquier tipo de valor. […] 

El abandono tiene una cualidad extraña: es pegajoso.  

Se adhiere a cualquier superficie, dejándola sucia e inservible. Es esa grasa sólida, asquerosa y amarilla que aparece en algunos recovecos de la cocina, que se queda en los dedos aunque le demos con el estropajo y jabón del duro.  

Martín —llamémosle así— tiene 15 años, parálisis cerebral y está a hostias todo el día con su madre. La primera impresión es que es un “adolescente tirano”, término que tanto les gusta a algunos educadores o psicólogos con poca profundidad en la mirada. No es para menos, se dirige a su madre como si fuera su jefe y, cuando ésta no cumple sus exigencias, la castiga sin miramientos hasta que consigue que se pliegue a sus intereses.  

En su actitud, llaman la atención dos cosas. Por un lado, se victimiza constantemente. Utiliza su enfermedad —que, objetivamente, es una verdadera putada— para dar pena, ser visto y conquistar un estatus en el mundo: el que sufre más que nadie y, a pesar de todo, tira “palante”; por otro, hay un componente de rechazo en su mirada. Es como si dijera, “no te acerques, pavo”, “no estás a mi altura” o “que sepas que no voy a formar ningún vínculo contigo”.  

Explorando su historia de vida, se descubre que su padre se marchó cuando tenía 5 años. Circunstancia, por otro lado, muy frecuente —y muy grave— cuando se habla de niños con discapacidades graves. A veces, llama, y le promete retomar la vida con él y reparar el daño, pero nunca lo cumple. Otras veces, es su tío paterno quien llama, y hace lo mismo: le promete ir a verle y, hastaluegolucas, sin noticias hasta el año que viene.  

Por supuesto, hay factores del presente que se relacionan con el comportamiento de Martín. Es evidente que para una madre que cría a solas a un niño con severas dificultades de movimiento y sociales, es difícil hacer una transición durante la crisis de la adolescencia e invitarle a conquistar su autonomía. A fin de cuentas, es una realidad que el mundo es, para Martín, un lugar mucho más hostil que para las compañeras o compañeros que pueden moverse con normalidad, requiriendo medidas de cuidado y protección específicas. Es verdad, también, que a veces su madre no es capaz de poner límites claros a su comportamiento, mostrándose sobreprotectora.  

Tristemente, lo habitual en estas circunstancias es que los profesionales metan más caña, si cabe, a una madre que está sola, dándolo todo por el bienestar de su hijo, sin ponderar debidamente el impacto que sobre él y su familia ha tenido ese galipote: el abandono de un padre que no se ha podido integrar a través de un proceso sano de duelo. Y sin comprender que cualquier límite impuesto por esa mujer activa el temor de su hijo al abandono, un abandono que no ha provocado ella, sino que trata de cuidar como buenamente puede, movilizando todos sus recursos.  

Porque hubo un día en el que ese padre se marchó y no regresó. Y ese niño, de 5 años, tuvo que protegerse como pudo. Eso ha lastrado su vida desde entonces, como una losa que ya no se percibe porque siempre ha estado ahí, pensando y aplastando el alma, como los dolores que su enfermedad le provoca.  

Con 5 años vivió una situación terrible, caracterizada por el doble vínculo: necesitaba un padre, un afecto, una mirada, pero no había NADA al otro lado.  

«¿Qué dice eso de mí?», tuvo que preguntarse. Y en su mente infantil, en desarrollo, quizás sólo había dos opciones: me abandonó por lo que soy, o por la enfermedad que padezco.  

Quizás, su sistema nervioso, sin duda sabiamente, eligió la mejor de las respuestas: el motivo es mi enfermedad, por lo que, cuando me cure o la supere, volveré a tenerle y disfrutar con él de buenos momentos.  

Ya sabes, una niña o un niño tenderá naturalmente a pensar que el problema lo tiene él, para salvaguardar el vínculo vital con sus progenitores. El problema es que esta explicación que, sin duda, fue en su momento protectora, tuvo un impacto profundo en su desarrollo. El temor al abandono, quizás, le llevó a tener una actitud hostil y rechazante hacia el mundo, asumiendo la premisa de que, si él era el que rechazaba, no era el resto quien le abandonaba, ratificando su idea de que algo había en lo que era o en la enfermedad que padecía que le impedía ser como los demás, alguien con derecho a la compañía y a ser amado.  

La actitud victimista asociada a su enfermedad, cubría necesidades antagónicas, a saber, sostener las relaciones que, como cualquier persona, necesitaba, pero sin exponerse a sí mismo. En caso de perder alguna relación, no sería por lo que es, sino por la mierda de enfermedad con la que llegó a este mundo. Por eso sigue luchando con su enfermedad, incapaz de aceptarla y hacer el duelo que le corresponde para enfrentar la siguiente fase de su vida, como un adolescente a todos los efectos que se siente válido para conquistar cierta autonomía, dejando a su madre ir, sin sentir el desamparo de la soledad que le impone esa sensación interna de dependencia.  

Lo que no se ve es que quizás, todo ello sigue cumpliendo probablemente la función de salvaguardar el vínculo vital con ese padre. Buscar un buen motivo para su abandono. Porque si es por mi enfermedad, la culpa es de ella, no de lo que yo soy, ni nada parecido. Pero esa solución, que en su día le salvó, ya no vale, porque la adolescencia impone nuevas necesidades acuciantes: saber qué pasó, quién es y, en base a eso, y construirse cierta autonomía.  

El abandono es pegajoso. Una vez que aparece, se pega en cualquier sitio. Y no se va, ni con amoniaco, ni con lejía. Penetra hasta lo más profundo del alma, diciendo y recordando a la gente que no es digna de amor y que, por tanto, carecen de cualquier tipo de valor.   

Los hombres, sobre todo los hombres, deberíamos pensar mucho sombre esto. Porque no son pocas las niñas y niños que se crían sin un padre, con una sensación profunda de que algo está mal el ellos, sin siquiera atisbar siquiera que hay una estructura patriarcal que permite que los hombres se laven las manos, o que hubo algo en la historia de aquel hombre que le impide ahora hacerse cargo de su responsabilidad hacia su hijo.  

Y vivimos en un contexto en el que se normaliza que las mujeres ejerzan solas los cuidados, mientras profesionales sin perspectiva de género les exigen más de lo que pueden dar, obviando de que el síntoma es un mensaje más orientado hacia quien no está, porque todavía se le espera: “odio mi enfermedad, para no odiarte a ti; me odio a mí, para preservar cierta esperanza de encontrarme contigo; mira qué mal estoy, hazte cargo de mí y de mi sufrimiento; te necesito”.  

Las niñas y niños abandonados necesitan un relato certero y sincero acerca de lo que pasó porque, si no, lo construirán —casi con seguridad— en base a sus peores temores. A fin de cuentas, la prioridad es siempre, siempre, protegerse. Y pocas cosas causan más daño que el rechazo sentido por parte de las personas de quien se depende, porque activa verdadera indefensión, vergüenza y miedo.  

Parece que Martín lucha contra su madre, pero lo que necesita, quizás, es la seguridad de que ella permanecerá ahí a pesar de todo.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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