El vacío de recuerdos: un duelo pendiente 

[…] Soy una de esas personas con pocos recuerdos. Y no es casualidad. Entre otras cosas, aprendí a protegerme con la desconexión de mí mismo y de los demás. Por eso se han fijado pocos eventos en mi memoria: sencillamente nadie andaba ahí para contarse una historia que mereciera la pena contar. […]

Se me acaba de meter algo en el ojo.

Andaba yo viendo un vídeo moñas de un abuelete con su nieta, me ha sorprendido el final y he echado un poco el moco. Snif.

Me he dado un tiempo para acompañar la emoción y, justo después, he notado un pinchazo de dolor. Como si una vocecita me dijera «mira, pavo, lo que te has perdido por huir de ti».

Y es que, no lo dudo, sigo perdiéndome cosas maravillosas porque algo, muy dentro, me dice que eso es ridículo y no está bien.

Soy una de esas personas con pocos recuerdos. Y no es casualidad. Entre otras cosas, aprendí a protegerme con la desconexión de mí mismo y de los demás. Por eso se han fijado pocos eventos en mi memoria: sencillamente nadie andaba ahí para contarse una historia que mereciera la pena recordar.

Si lo pienso ahora, se me va la mente al cine del colegio. No sé qué película ponen, pero sí recuerdo el esfuerzo que hacía para parecer de piedra, a pesar de que todo mi cuerpo temblaba por dentro invitándome a llorar. Recuerdo, también, agradecer que la película terminará y, con ella, la amenaza que para mí era perder el control, desbordarme y que el resto viera mis ojos enrojecidos, las lágrimas y el balbuceo que apenas permite decir nada.

Ahora, viejo como un zapato, me pregunto qué habría pasado si hubiera podido llorar. Si en ese cine hubiera hecho la de “a tomar por culo” y me hubiera podido permitir liberarme y hacer buaaaah.

Sé que el contexto no habría reaccionado muy bien. Los de mi generación nos criamos con Conan y Rocky, y se rechazaba de facto a cualquiera que mostrase su vulnerabilidad. “Maricón”, “nenaza”, nos decíamos, como si fuese lo puto peor.

Pero quizás, tras el primer rechazo y las mil y un putadas, se hubiera acercado alguien a preguntar. «Eh, Gorka, ¿qué te pasa? ¿estás bien? ¿te puedo ayudar?», y entonces yo, tonto perdido, habría podido llorar mucho más. Porque esas personas, las que se acercan cuando otros sufren y permanecen un ratito ahí, son justo la gente que se debe quedar. La que nos ayuda a contarnos las historias que nos ayudan a sentirnos presentes en la realidad, y no buscando, a lo loco, una identidad falsa basada en héroes de ficción, con una valentía, una fuerza y una voluntad de hierro a la que yo jamás pude aspirar.

Ese pinchazo me recuerda justo eso. Todas las cosas que me perdí porque sentía que sólo podía protegerme renunciando a mí mundo interior; los recuerdos que no están y que configuran un vacío que, por mucho que lo intente, no me siento capaz de llenar; es decir, la mitad de una vida que ya ha pasado en una fría niebla a través de la cual no se puede ver.

Y me pregunto qué significará ese vacío para las personas que han vivido más si cabe en la desconexión, es decir, las que ni siquiera podían sentir a su cuerpo estremecerse con la película, con una mirada que duraba un segundo más, o con la cercanía de alguien amable que los supiera ver.

Porque ahora yo, como profesional y persona que tiene una historia, me encuentro con ellas poco consciente de la magnitud de los duelos que tienen que hacer, entre ellos, el de toda una vida enterrada para no sufrir. A quienes pedimos, ya sabes, que conecten con sus hijas e hijos desde la emoción, sin saber dónde les puede arrojar la misma, en momentos de especial vulnerabilidad.

Sencillamente, hay días en los que mi trabajo me queda grande, pero quizás, sólo quizás, son los días en los que más y mejor puedo aportar.

Qué sé yo…

Madre mía, qué sé yo…


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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