Una tijera de tres dedos: sobre la normalización del maltrato

[…] —Vete a la ferretería de abajo, y tráeme una tijera para tres dedos —dijo—. Pero dile claramente al señor que no me vale una tijera cualquiera, sino que tiene que tener 3 hojas y 3 asas. Anda, a por ello. […] 

Si le preguntamos hoy por eso, se parte de la risa.  

«Qué cabrones eran, jajaja.» 

Tenía alrededor de siete años, uno más, uno menos. Su padre le pidió que le hiciera un recado:  

—Vete a la ferretería de abajo, y tráeme una tijera para tres dedos —dijo—. Pero dile claramente al señor que no me vale una tijera cualquiera, sino que tiene que tener 3 hojas y 3 asas. Anda, a por ello.  

Cerró la puerta de casa repitiéndose a sí mismo: «una tijera de tres dedos, una tijera de tres dedos…». Bajó las escaleras esforzándose por no olvidar el mandato, y salió a la calle.  

La ferretería quedaba cerca, eran apenas 50 metros. Al llegar, la puerta le pareció formidable. Dentro había multitud de cacharros. Algunos parecían instrumentos de tortura, daban un poco de miedo.  

Se acercó al mostrador tímidamente. Dentro de escuchaba un sonido fuerte y chirriante. «¿Qué era eso?» 

Pensó en llamar, pero no se atrevía a hacerlo. El lugar era demasiado imponente. Así que esperó y esperó durante minutos que le parecieron horas.  

Pasado un buen rato, descubrió con mucha vergüenza que había un pequeño timbre. «Madre mía. Parezco tonto. No sé cómo no me he enterado». Sin embargo, no se atrevió a llamar, y siguió esperando.  

En esas estaba cuando sonó un ruido desgarrador.  

—¡Ahhh! ¡Me cago en Dios y en toda la puta Iglesia! —escuchó, dentro de la tienda.  

Estaba aterrorizado. Su familia era muy religiosa y jamás había escuchado una blasfemia así. Le pareció que debía ser el mismísimo diablo.  

Quiso escapar, pero no pudo. Era como si su cuerpo se hubiera convertido en piedra. Entonces, salió aquel hombre inmenso, peludo, en camiseta de tirantes, maldiciendo a Jesucristo, con una mano completamente ensangrentada.  

—¿Y qué coño quieres tú? —dijo, golpeando la mesa.  

Apenas pudo hablar con un hilo de voz:  

—Una ti… tijera de tres… dedos.  

—¡¿Quééé?! 

—Una tijera de tres dedos.  

Se hizo un silencio terrible.  

—¿Pero a ti qué hostias te pasa? ¿Eres bobo o quieres tocarme los cojones? 

Casa vez se sentía más pequeñito.  

—Me cago en tu puta madre. Sal de aquí o te corro a hostias —gritó mientras agarraba el palo de la escoba—. ¡Imbécil! 

Ahí ya no hay recuerdos. No sabe ni cómo salió de la tienda, ni cómo llegó a su casa.  

Al llegar, le abrió su padre.  

—¿Me has traído la tijera de tres dedos? —preguntó, con guasa.  

Él se fue a su habitación, son decir nada.  

—Mira que es blandito… —escuchó de fondo.  

Y le pareció escuchar las carcajadas de su hermano.  


Aritz, si así convenimos en llamarle, sufrió ese día un golpe tremendo. Un golpe que viene marcado por la disonancia entre las sensaciones que emitía su cuerpo (rabia, terror y vergüenza) y la información que le reportaba en entorno (eres frágil, no seas así que no ha sido nada).  

El niño de 7 años se encontraba en una disyuntiva radical: o bien aceptaba su experiencia, que su padre le había maltratado, y expresaba su rabia con el riesgo de sufrir un rechazo; o bien salvaba a su padre aceptando su versión, riéndole la gracia. 

Siempre es más fácil la segunda de las opciones. Porque el vínculo de apego, el que garantiza protección, es sagrado. Sin él las niñas y niños no pueden organizar su experiencia, ni sentir la mínima seguridad para funcionar en la vida. Por eso, harán cualquier cosa para preservarlo, incluso negar su experiencia y, con ella, partes de sí mismos.  


Ese mismo día, en la cena, su hermano mayor sacó el tema.  

—¿Conseguiste la tijera de tres dedos? —dijo con sorna, delante de todos.  

—No, pero traje un palo de escoba para que te lo metas por el culo.  

Y jajajaja, rio todo el mundo. La madre, aliviada de que no haya sido grave. El hermano, porque le había dado pie a discutir y se estaba aburriendo. El padre, satisfecho, en plan se está haciendo fuertote gracias a mí, éste es mi niño. Y él con la boca pequeña, sabiendo que se importaba a sí mismo, pero seguro de conservar la mirada y el vínculo con su padre que, para él, al haberlo sentido amenazado, era lo más importante de este mundo.  


Aritz, hoy, es uno de esos adultos tan sensibles ante lo que llaman “generación de cristal”, que comentan airados que a ellos les trataron asícon dureza, y que les ha ido perfecto. Que las niñas y los niños necesitan más hostias y menos chorradas, porque si no se vuelven blanditos.  

Lo que no sabe Aritz es que, aunque han pasado 40 años, todavía está condicionado por la misma necesidad imperiosa de sostener ese vínculo. Negando su experiencia y, de paso, negando el sufrimiento de otras personas que, en la gente como él, podrían encontrar su más fiel defensor y aliado.  

«Qué cabrones eran, jajaja.» 

Pero necesita preservar a un padre del que sigue dependiendo, negando ese maltrato.  

Aritz, nuestro Aritz, no es el único de ellos. 

¿Puedes verlo? 


Referencias:  

LEVINE, P. A. y KLINE, M. (2017) Tus hijos a prueba de traumas. Una guía parental para infundir confianza, alegría y resiliencia. Barcelona: Eleftheria 

PITILLAS, C. (2021). El daño que se hereda. Comprender y abordar la transmisión intergeneracional del trauma. Bilbao: Descelee de Brouwer 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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