[…] Por eso, hoy quiero dedicar un poco de tiempo a todas esas cosas que son importantes, pero a las que difícilmente damos importancia, a menudo, sofocados por el imperativo de las madres o padres que deseamos o sentimos que debemos ser. Es decir, a esas cosas pequeñitas a las que dedicamos tiempo, y con las que nuestras hijas e hijos se sienten especialmente bien. […]
Si me habéis leído un poco, igual os queda la sensación de que lo hago todo guay y con conciencia.
Nada más lejos de la realidad. Se trata de una deformación de la percepción causada, entre otras cosas, porque, claro, escribo acerca de lo que me resulta SIGNIFICATIVO A MÍ; pero eso impone, de alguna manera, una DIFERENCIA SUSTANCIAL entre mi experiencia —adultista, racionalista y pragmática, por supuesto— y la que mi hija pueda tener.
¿Se entiende?
Hostia, lo que acabo de decir.
Por eso, hoy quiero dedicar un poco de tiempo a todas esas cosas que son importantes, pero a las que difícilmente damos importancia, a menudo, sofocados por el IMPERATIVO de las madres o padres que DESEAMOS o SENTIMOS QUE DEBEMOS SER. Es decir, a esas cosas pequeñitas a las que dedicamos tiempo, y con las que nuestras hijas e hijos se sienten especialmente bien.
Pongo un ejemplo de nuestra vida cotidiana. A ver si así me hago entender.
Mi trabajo requiere mucha energía emocional. Me paso el día en el coche, de aquí para allá, y a menudo tengo que lidiar con emociones profundas y complicadas (ira, miedo, tristeza, vergüenza, etc.). Eso hace que, al llegar a casa, esté reventado, con demasiadas ganas de descansar. Y, claro, esta sensación de saturación interna, de no poder más, es incompatible con las necesidades de una pequeña de 3 años, feliz porque su aita acaba de llegar.
—Amara, voy un ratito a la camita, que estoy muy cansado —le digo, después de saludarle con alegría.
Al principio, parece que va a funcionar. Pero, al rato, click, se abre la puerta de la habitación.
«Ay, no», me dice la mente, y es como si colocaran de repente una losa de cemento sobre mí.
Ella no dice nada, se sube a la cama y empieza saltar y hacer piruetas.
—¿Puedes ir un rato con Ama? —le pido, casi suplicando, sabiendo que no va a funcionar.
—¿Puedo subir a la chepa? —dice, mirándome con los ojos grandes y brillantes.
—Vaaaale… —acepto a regañadientes—. Pero sólo un poquito, ¿eh?
Me siento, y ella trepa a mi espalda. A veces, se deja caer en la cama; pero otras veces sube hasta los hombros, se coloca de pie, y salta desde allí. La idea es que, si cae de pie y las manos no tocan el colchón, libra; pero si las manos tocan las sábanas, hay “tormento”, es decir, cosquillas sin control.
Y jajajaja.
Lo especial, lo bonito de este momento, es lo que pasa cuando ella empieza a trepar por mi espalda: toda la tensión, todo el cansancio, todo el agobio y todo el estrés del día, se van en un plis. Es como una vuelta a la vida. Como si estuviera en el fondo del mar, ahogándome, y me colocaran en la boca un regulador. Aspiro con ansia, y vuelvo a revivir.
Tras un ratito así, sube, salta, ríe, escapa, fija su atención en los libros de mi mesilla.
—Quiero ver a Dora.
Estaréis pensando en Dora la Exploradora, pero no. Dora es el dibujo una niña hizo narrando que se cayó de la bicicleta y se asustó mucho, porque se había hecho heridas muy grandes en las rodillas, y que está en el libro “Tus hijos a prueba de traumas” (Levine y Klein, 2017). Así, poco a poco, vamos curioseando los diferentes tomos que hay allí y que, claro, ninguno tiene temática infantil.

«Coño, tía, ¿no podrías ser un poco normal?»
—¿Qué es eso? —me pregunta, quizás señalando un esquema random.
—Es una neurona —respondo—, son como bichitos que tenemos en la cabeza y que nos ayudan a pensar.
Y pasamos así un buen rato, relajados, a gusto, hablando de nuestras cosas, sin que nadie ni nada nos pueda interrumpir.
Y si le damos paso a mi mente adultista, que nunca acierta, diría que yo obtengo mi descanso, y ella toda la atención y la compañía que pueda necesitar. Pero si dejamos hablar a mi cuerpo, que es quien tiene y debería tener la última palabra, creo que se reafirmaría en una, una sola cosa: que es ahí, justo ahí, donde me gusta estar.
Eso es justo lo que necesitamos los dos.
¿Compartimos?
Yo que sé, igual nos inspira.
¿Qué momentos te reviven a ti?
Parte de nuestro trabajo como educadoras y educadores familiares es rescatar estos momentos del pasado y del presente, para poderlos degustar.
¿Imaginas el impacto que esto puede tener?
Referencias:
BARUDY, J. y DANTAGNAN, M. (2010). Los desafíos invisibles de ser padre o madre. Barcelona: Gedisa
LEVINE, P. A. y KLINE, M. (2017). Tus hijos a prueba de traumas. Una guía parental para infundir confianza, alegría y resiliencia. Barcelona: Eleftheria
PORGES, S.W. (2017). Guía de bolsillo de la teoría polivagal: el poder transformador de sentirse seguro. Barcelona: Eleftheria
Gorka Saitua | educacion-familiar.com