La ley del frontón: ideas para destruir el mundo

[…] Entonces, llegó un grupo de 4 chavales de unos 25 años, con sus pelotas, eso, eso, con sus pelotas grandes y duras. Al verlos, los niños recogieron sus cosas y se marcharon sin chistar, cumpliendo la ley implícita en todos los espacios públicos, del cole y del pueblo: los mayores y, sobre todo, si son hombres, tienen prioridad en cualquier tipo de juego. […] 

Cuando llegaron los mayores, se fueron sin hacer ruido.  

Era un grupo de 5 o 6 niños. Estaban jugando con la pelota en el frontón, ya sabéis, rollo tiro, choca contra la pared, chuto, rebota, píllala, tanto. Y se lo estaban pasando pipa. Sus risas se oían por toda la plaza del pueblo.  

Entonces llegó un grupo de 4 chavales de unos 25 años, con sus pelotas, eso, eso, con sus pelotas grandes y duras. Al verlos, los niños recogieron sus cosas y se marcharon sin chistar, cumpliendo la ley implícita en todos los espacios públicos, del cole y del pueblo: los mayores, sobre todo, si son hombres, tienen prioridad en cualquier tipo de juego.  

No hubo ninguna queja. Ninguna.  

Sencillamente, se fueron a jugar a otra cosa. 

No se lo dijeron a su madre o a su padre. Nadie dijo nada.  

Vamos, lo normal. Lo que todas y todos hemos integrado en nuestro proceso de socialización: las necesidades, intereses y actividades de la infancia valen menos que las del mundo adulto.  

¿Puedo proponer un ejercicio? 

Imaginad por un momento que no eran niños, sino un grupo de mujeres adultas que estaban haciendo un torneo. Pensad en qué pasaría si llegara un grupo de machos jóvenes y les dijeran que, hala, a jugar a pala, pero a otro sitio. Imaginad, también, que fuera un grupo de chicos negros, que tuvieran que retirarse para dar paso a los blanquitos del pueblo. O que fuera un grupo de personas en silla de ruedas haciendo ejercicio.  

La cosa es que hay modalidades de abuso y de maltrato que SÓLO SE TOLERAN hacia la infancia. Quizás, porque es uno de los grupos MÁS VULNERABLES al carecer de derechos políticos y, sobre todo, de conciencia de la discriminación y las violencias que diariamente sufren. A fin de cuentas, la infancia se caracteriza por la ausencia de pensamiento abstracto y, en consecuencia, con la dificultad para identificarse como OBJETO DE DISCRIMINACIÓN sistemático.  

Todas y todos ejercemos este tipo de VIOLENCIAS contra la infancia. A diario. Lo hacemos cuando los adultos elegimos la comida que queremos, y reprochamos a las y los peques que no la quieran. Cuando elegimos nuestras vacaciones, sin contar con ellos. O cuando les apuntamos a no sé qué mierdas, porque entendemos que es lo que les conviene. 

Por supuesto, las niñas y los niños no tienen que elegir todo. Faltaría más. Hay cosas que tienen que ver con su protección, su educación o su futuro y, ahí, el mundo adulto debe decidir por ellos. Pero hay muchas partes de su experiencia en la que, por sistema, no les dejamos decidir, es decir, no les damos poder, de manera que les vamos inculcando, poco a poco, la idea de que son menos importantes que sujetos más poderosos: tienen menos derechos que personas más fuertes.  

Y esta premisa, justo esta, la que está en la base de procesos de socialización que legitiman la desigualdad, la discriminación, e incluso el saqueo de los recursos naturales: la aceptación de que hay personas MÁS FUERTES que tienen más derechos y —ahora viene lo peor— contra quienes NO SE PUEDE HACER NADA.  

Es como un mensaje grabado a fuego que, llegados a determinado punto, ya no sale ni con jabón, ni con aguarrás, ni con ácido de batería, porque acaba siendo parte de nuestra identidad adultista y capitalista, machista y capacitista.  

A mí me hubiera gustado otra escena, aunque parezca muy improbable.  

Yo qué sé… Que llegaran esos chicos y les preguntaran a los niños, oye, nos dejáis jugar, por favor, es que tenemos un campeonato. Y los niños respondieran, por ejemplo, esperad un poco, que ahora terminamos. Igual, entonces, esos jóvenes se sentarán pacíficamente en el suelo, comiendo unas pipas, esperando a que los niños terminaran, porque se sintieran iguales en derechos. 

O que los niños dijeran que no, ni de coña, que ellos estaban primero. Y los chicos se fueran sin decir nada, a jugar a otra parte. Con sus pelotas bravas.

Quizás, entonces, con esta y otras muchas experiencias similares, esos niños llegaran a adultos con una sensación un poquito diferente a la que tenemos muchas y muchos: que el mundo se va ecológica, política y humanamente a tomar por culo, y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo, porque hay unos tipos con mucho poder por encima, con dinero, una policía y un ejército a sueldo, que son quienes tienen prioridad en su juego.  

No es a corto o medio plazo, lo sé, pero dar derechos y tratar bien a la infancia es la única esperanza de cambiar las relaciones de poder y, con ellas, el mundo.  

Y no es una utopía. Lo que pasa es que nunca se ha intentado.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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