La justicia distributiva del dolor

Cuando hay una narrativa dominante caracterizada por el dolor, es frecuente que las familias obtengan un equilibrio precario en el que se prioriza la idea de que todos deben soportar el mismo sufrimiento. ¿Cómo intervenir? 

Una de nuestras tareas como educadoras y educadores familiares, es observar las interacciones a cámara lenta, para detectar los nudos que impiden a las personas corregularse mejor. 

Llamamos corregulación a los mecanismos que ponen en marcha dos o más personas para obtener un equilibrio que les permita sentirse en calma, seguras y con la confianza en que no se va a recibir ningún daño.   

Por ejemplo, hace unos días, una compañera me pidió una sesión de supervisión. Se trataba de un caso que le tocaba de cerca y, aunque apenas conocía a la familia, quería situarse desde el principio de la mejor manera posible. Así que, sin dudarlo, pusimos encima de la mesa lo que había pasado en la sesión de presentación que, para quienes no lo sepan, es el primer contacto que una educadora o un educador familiar tiene con una familia, y al que normalmente asisten todos los miembros de la familia con los que, en un primer momento, se va a trabajar.  

# Disculpad lo simplificado de estas explicaciones. El medio no da para más.  

En este caso, se trataba de una madre y su hijo que, paso a paso y simplificando mucho, se comportaron así:  

PRIMERO. El chico llega con su sistema simpático a tope, en la respuesta de lucha. Le parece una mierda estar allí, y culpa a su madre de manera agresiva de que le está amargando la vida por hacerle ir allí.  

SEGUNDO. Esta activación del hijo parece provocar una respuesta vagal dorsal en la madre, que se viene abajo. Mantiene la mirada gacha, apenas se dirige a su hijo, y trata de mantener una conversación con los profesionales, explicando su solicitud de ayuda: “necesito que hagáis algo, porque no puedo más”.  

TERCERO. Cuando más interactúa la madre con los profesionales, dejando de lado a su hijo, más se activa el chaval. A pesar de ser un chico con un historial de abandono, la madre explica que no puede hacerse cargo de él, que tiene mucho trabajo y que apenas puede pasar tiempo en casa, que tratará de compensarlo con unas buenas vacaciones donde él quiera.  

CUARTO. Al escuchar eso, el chico estalla con furia, llegando a decir que él no quiere ni necesita unas buenas vacaciones, sino que su madre esté en casa con él. En ese momento, el registro del chico cambia. Su sistema simpático se desactiva, y le sobreviene la tristeza (más vagal ventral), poniéndose a llorar con angustia, un buen rato.  

QUINTO. Ver a su hijo así, hace que su madre salga del pozo, curiosamente, con su sistema simpático a tope, en la respuesta de lucha. Y empieza a hacer reproches a su hijo una y otra vez, mientras este llora y se viene abajo, de manera que parece hasta cierto punto cruel.  

SEXTO. El adolescente cada vez más abrumado —parece que por los reproches y la culpa—, va pasando progresivamente del vagal ventral (la seguridad y la demanda de ayuda) al vagal dorsal (apagón disociativo), hasta que se queda paralizado por fuera, pero cargándose por dentro como una olla a presión.  

SÉPTIMO. La madre, que no se ha dado cuenta de este cambio de estado, sigue atacando y reprochando, quizás en la falsa confianza de que su hijo escucha y su mensaje va a llegar. No obstante, lo que está provocando sin saberlo es un bloqueo y que su hijo se sobrecargue hasta perder el control.  

OCTAVO. Llega el punto de ruptura. Los mensajes de la madre se van intensificando hasta que, finalmente, traslada a su hijo que es igual que su padre, un hombre maltratador. En ese momento, el chico pasa de golpe del vagal dorsal, al simpático, y activa la respuesta de lucha con la fuerza de un huracán: golpea la mesa, se encara a su madre, la insulta e incluso parece que la va a agredir.  

NOVENO. La madre entra, de nuevo, de golpe en el vagal dorsal. Pierde tono muscular, su mirada se vuelve inexpresiva, y empieza a hablar con tono monocorde, sin que puedan atisbarse apenas conatos de emoción.  

Se establece así un equilibrio frágil en el que subyace —según interpretamos— la idea de justicia, entendida como el balance neutro entre las agresiones que sufren los dos. Es como si en esa diada relacional estuviera implícita la idea de que si me agredes, tengo derecho a devolverte la agresión, hasta que ambos estemos igual.  

Sin embargo, lo que refuerza este ciclo de retroalimentación es un profundo malestar de base. A cambio de este equilibrio ambos sufren un profundo daño. Ella una sensación de derrota, impotencia, culpa y vergüenza brutales, que le predispone más si cabe a caer en ese estado vagal dorsal que, muchas veces, puede asociarse con la angustia, la ansiedad o la depresión: “soy una mala madre”, “no puedo con él”, etc. Y él una sensación de vergüenza brutal, o lo que es lo mismo, el sentimiento de ser un monstruo que no merece nada, porque nada bueno puede dar: “nunca obtendré lo que necesito”, “no puedo influir sobre el mundo”, “siempre acabo haciendo el loco”, “soy lo puto peor”, etc.  

Son estas consecuencias invisibles de la interacción las que predisponen a ambos a caer con más facilidad en un nuevo ciclo de retroalimentación.  

Visto esto, —y a falta de más datos— la pregunta es, ¿dónde es más eficiente intervenir? 

Es evidente que este análisis abre muchas líneas de intervención, pero necesitamos una que no sólo sirva a la familia, sino que reporte beneficios a corto plazo, para que así ambos puedan adherirse a un trabajo de orientación familiar que, en este caso, les viene impuesto, y en el que difícilmente van a confiar.  

En este sentido, detectamos un momento clave: cuando el chico rompe a llorar y la madre, en vez de acogerle en su llanto, pasa a reprochar.  

Es un buen momento por diferentes motivos.  

El primero, es que ninguno de los dos está en modo vagal dorsal, esto es que nadie se ve afectado por esa sensación de impotencia e indefensión que limita sustancialmente su capacidad de mentalizar y regular sus estados de ánimo.  

El segundo es que esa demanda de ayuda, por parte del chico, estará conectada, de alguna manera, con experiencias de empatía cuidado que esta madre ha podido proporcionar: es lo que el hijo espera, pide explícitamente, y ahora no puede tener. Explorar estas excepciones con ambos, juntos o por separado, puede articular recursos que han sido subyugados por la narrativa saturada de dolor.  

El tercero, es que está vinculado con un gatillador clave en la madre: la vulnerabilidad estimula la agresión. Este es un patrón que —a riesgo de equivocarnos— suele indicar experiencias traumáticas en los adultos relacionadas con la herida de la manipulación (victimismo de un progenitor) que, si lo vemos despacito, es justo lo que la madre activa en la relación con su hijo: conmover a un tercero para que sea él, y no ella, el que regule la situación.  

Visto esto, ¿cómo hacerlo? 

Vaya por delante que se trata de un trabajo de pico y pala, con muchas sesiones por delante y elementos accesorios que deben construir la preparación: rescatar recursos, psicoeducación sobre el trauma, explorar excepciones, ayudarles a recrear el ciclo de retroalimentación, unir lo presente con el pasado, etc. Pero, sobre todo, se va a tratar de promover un espacio seguro donde ambos puedan hablar justo de eso, proporcionándoles la oportunidad de la reparación. Porque, si algo genera daño en una familia, es que exista una demanda explícita y corporal de ayuda, y que eso exponga a las personas a más sufrimiento y dolor.  

Pero, sobre todo esto, una profesional humilde, consciente de sus limitaciones y dificultades como el que les ha tocado. Que, sabiendo que se le iban a complicar las cosas, no dudó en pedir ayuda para situarse de la mejor forma posible desde un principio, para no dañar. Olé por ti, amiga.  

Quizás esta reparación y este acompañamiento puedan ofrecer a la familia algo mágico, aunque todavía no tengamos claro qué podría ser.  

¿O sí? 

No lo sé.  


Referencias:  

BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica 

DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria 

GONZÁLEZ, A (2021). Las cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos emocionales. Bilbao: Planeta 

NARDONE, G. (2015). Ayudar a los padres a ayudar a los hijos: problemas y soluciones para el ciclo de la vida. Barcelona: Herder 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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