Nuestra primera respuesta ha sido instintiva: decirle que no, que no nos gusta que lo haga, y apartarle la mano con afecto y firmeza. Y, en paralelo, explicarle los motivos. De culo nos iba.
Como muchas niñas y niños de 2-3 años, mi hija ha empezado a meterse el dedo en la nariz.
Es algo que no nos gusta. No tanto por la imagen que da, sino porque —al estar así, erre que erre— puede acabar irritándose las mucosas y desarrollando una infección.
Nuestra primera respuesta ha sido instintiva: decirle que no, que no nos gusta que lo haga, y apartarle la mano con afecto y firmeza. Y, en paralelo, explicarle los motivos:
—Si te metes mucho el dedo en la nariz, puedes llevarle gérmenes o hacerte daño. No lo hagas.
Sin embargo, su respuesta no ha sido la que nos gustaría. Ella insiste en meterse el dedo en la nariz, haciendo como si estuviésemos en un juego.
—No estamos jugando, Amara. Esto es serio. Hazme caso.
Llegados a este punto, lo mejor que hemos conseguido, ha sido que se vaya a otro sitio, y repita la conducta ocultándose de nosotros; o que “nos provoque” —nótense las comillas—, haciéndolo de manera más evidente para que “la riñamos”.
Ayer, aprovechando que estaba en la cama un poco malito, aproveché para darle algunas vueltas al tema. Y, más allá de lo visible, me resultó evidente la secuencia que había de fondo: ella se encontraba mal, activando su respuesta simpática de lucha, a lo que nosotros respondíamos precisamente peleando contra su conducta. En este contexto de interacción, lo natural es que la tensión sólo se resuelva a través de la explosión de la rabia que, como sabéis, normalmente acarrea dos golpes: uno hacia los demás (hostilidad, agresión, etc.), y otro hacia uno mismo (vergüenza y culpa).
Un truño, vamos.
Pensé, entonces, que debíamos hallar otra forma de que ella pudiera encontrarse mejor, sin pasar por el dedo en la nariz, evitarnos y sin que nos tocase nuestros huevos (y ovarios) adultos, que —como los de todos— son especialmente sensibles y sagrados. Así que, en un momento medio bueno, y aprovechando que lo había vuelto a hacer, hablé con ella:
—Creo que cuando el dedo está en la nariz, es porque hay nervios en el cuerpo —le dije.
Ella estaba jugando a saltar en la cama y —evidentemente— me hizo poco caso.
—Si quieres, puedes decirme en qué parte del cuerpo están los nervios —continué—. Es fácil, sólo tienes que señalar con tu dedo.
Ahora me miraba y me hacía un poco más de caso. Se quedó un momento mirando a la nada, y respondió:
—Aquí —mientras se agarraba el dedo gordo del pie.
«A ver, ni de coña», pensé. Pero también me dije que al menos había captado su atención, que igual podíamos hacer algo.
—¿En el dedo gordo del pie? —dije—. Vaya, pobrecito. Pues, si está nervioso, lo mejor que podemos hacer para él es hacerle caso, y darle un mimito.
Tomé el dedito con cariño, y le di un pequeño masaje. En ese momento, su activación —que andaba por las nubes— bajó de inmediato. Estaba tranquila, mirándome con curiosidad, a ver qué pasaba.
—¿Hay otra parte del cuerpo que te moleste? —continué—. Puedes señalar con el dedito.
—Las manos —dijo, enseñándomelas para que hiciera algo.
Yo esperaba alguna sensación en las piernas, el pecho o la barriga, que es donde se me suelen acumular a mí los nervios. Pero también pensé en que mi mujer, a veces, para regularse reporta la necesidad de hacer cosas con las manos.
Vamos a recordar algo que a veces se olvida: empatizar no es sentir lo que nosotros sentiríamos en su lugar, sino lo que ella siente en el suyo. Ahí lo complejo del asunto.
—¿Les damos un mimito? —le pregunté, sabiendo que, con permiso, el cuidado se integra como una acción hacia uno mismo.
—Sí —dijo, en blandito.
Tomé sus manos y traté de transmitirles con el tacto cercanía, compañía y calorcito. Ella parecía sentir algo de alivio. Al rato, le pregunté:
—¿Qué crees que necesitan ahora tus manos para encontrarse mejor? No lo sé, pueden quererse mover, así, así o así. Lo mejor, es que les escuchemos.
Hice diferentes gestos con mis manos: apretar los puños, abrirlas y cerrarlas, agitarlas, etc. Todo ello, con la idea de que ella pudiera sentir que tenía muchas opciones, y que podía elegir la que más le gustara.
Se quedó pensando un microsegundo… Y empezó a sacudir los brazos. No era una de mis opciones: giraba la cintura, dejando que los brazos se tambaleasen como si estuvieran muertos.
—Muy bien, Amara. ¿Le gusta a tus manos?
Asintió. Y siguió haciéndolo.
—Qué bien —le dije, orgulloso de ella y muy satisfecho—. Es muy importante que cuidemos de esos nervios para que puedas estar a gusto.
Referencias:
BENITO MORAGA, R. (2020). La regulación emocional. Bases neurobiológicas y desarrollo en la infancia y adolescencia. Madrid: El Hilo Ediciones.
DANA, D. (2019). La teoría polivagal el terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria
GONZÁLEZ, A. (2020). Lo bueno de tener un mal día. Cómo cuidar de nuestras emociones para estar mejor.Barcelona: Planeta
SIEGEL, D. (2012). El cerebro del niño. Barcelona: Alba Editorial
En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, puedes ponerte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com