[…] Ella se daba la vuelta, me miraba, y lejos de hacerme caso, continuaba alejándose despacito, mirando a ratos para saber cuál era la reacción de su padre.
La madre que la parió, a la joía. […]
Recuerdo que estábamos mi hija y yo en la playa. Por aquel entonces, tenía dos años recién cumplidos y estaba explorando los límites de su círculo de seguridad. Y qué mejor sitio que ese: una explanada de arena, enorme, con muy poca gente a gran distancia una de otra.
Al principio, era divertido. Ella se marchaba, caminando y mirando a ratos hacia atrás, chequeando en mi mirada que no había peligro. Primero, un poco lejos, y volvía. Luego, un poco más lejos, y volvía. Hasta que se vino arriba, y se me iba al quinto pino.
—¡¡Amaraaaaaaaa!! —le gritaba— ¡Vuelve! ¡Qué estás muy lejos!
Ella se daba la vuelta, me miraba, y lejos de hacerme caso, continuaba alejándose despacito, mirando a ratos para saber cuál era la reacción de su padre.
La madre que la parió, a la joía.
Tuve que levantarme varias veces, para hacerme valer y que ella viera que la cosa empezaba a ir en serio. Pero, en el fondo, lo que yo quería era estar tranquilo y relajado en la arena, y no estar pendiente de hasta donde se me piraba la niña.
Así que apliqué un truco.
Seguramente no fue la mejor respuesta pero, mira, no tenía yo los huevillos para jugar con las raquetas.
En vez de insistir en regañarle, opté por jugar con la mirada.
Cuando estaba cerca, la miraba con normalidad; pero, cuando traspasaba un límite imaginario en la arena, giraba la cabeza y me hacía el distraído. Cuando ella giraba la cabeza y me veía, así, mirando las musarañas, su círculo de seguridad se reducía de inmediato, frenaba, retrocedía, y volvía cerca de la toalla.
Entonces, le devolvía la mirada, y se piraba a explorar de seguido.
Más allá de lo correcto o no de mi actuación como padre, la idea es que las niñas y los niños pequeños —sobre todo si tienen un apego mínimamente seguro— necesitan explorar PROTEGIDOS POR LA MIRADA del adulto. Esto es, por alguien que esté presente en su experiencia y que les traslade con su actitud calmada y tranquila, que no hay ningún peligro. Y que, cuando esta mirada falla, el mundo se vuelve inseguro, peligroso, cesando la motivación de explorar y surgiendo la necesidad de actuar para REFUGIARSE o SER PROTEGIDOS.
Los adultos tendemos a subestimar el poder protector y tranquilizador de la mirada. Uno de los motivos es que ahora somos grandes y fuertes, y podemos enfrentar solos muchas de las dificultades de la vida, sobre todo, si hemos integrado esa mirada confiable y protectora en nuestro aparato psíquico. Pero, en los niños y niñas, que son vulnerables y tienen un sistema nervioso inmaduro, la realidad es muy distinta. Dependen de esa PRESENCIA para sentir que el mundo es confiable y seguro.
La cosa es todavía más patente en la infancia afectada por el TRAUMA o ADVERSIDAD TEMPRANA, dado que, a todo ello, se une la “sensación sentida” de que el mundo no sólo es peligroso, sino también impredecible, y de que los adultos, en vez de proteger, pueden causar más daño. Con el añadido de que sus respuestas protectoras suelen provocar en los demás, a largo plazo, una respuesta diferente a la que verdaderamente necesitan.
Por ejemplo, un niño que se protege con la desconexión-disociación, puede pasar por arisco, pasota o ser invisibilizado, neutralizando la respuesta protectora que necesita por parte del mundo adulto. Y eso, es decir, la ausencia de respuesta ante el peligro, es lo que retraumatiza y hace perder definitivamente la confianza en ese mundo adulto.
Ayer, expuse estas ideas ante las profes de una niña con quien trabajo. Sentí como, de repente, muchas cosas cobraban sentido.
—Es que yo pensaba que le caía mal —me dijo su profe—. Hasta que el otro día me dijo que, cuando estaba conmigo, quería estar con mi compañera; pero que cuando estaba con ella, quería que estuviera yo también con ella.
—La sensación que yo tengo es que empieza a confiar en vosotras —respondí—. Si no fuera así, jamás habría expresado lo que sentía. Ahora nos toca a nosotros coger el guante, y aceptar que ella no rechaza a nadie, sino que es su sistema nervioso el que se bloquea.
Se hizo un silencio.
—Porque, como mi hija —continué—, no puede explorar sin una MIRADA PROTECTORA. Es decir, sin nadie que se HAGA CARGO de su MIEDO. No podemos pedirle que estudie (explore), si no hay nadie presente para transmitirle la confianza de que no hay peligro o de que, si lo hay, protegerá a tiempo.
Referencias:
BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica
BERASTEGI, A. y PITILLAS, C. (2018). Primera alianza: fortalecer y reparar los vínculos tempranos. Barcelona: Gedisa
GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon
PORGES, S.W. (2017) Guía de bolsillo de la teoría polivagal: el poder transformador de sentirse seguro. Barcelona: Eleftheria
En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, puedes ponerte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com