Un anécdota sobre el impacto del adultocentrismo en los miedos infantiles.
De repente, mi hija se paró en medio de la calle.
—Bracitos —dijo.
… No fastidies.
—A ver, hija —respondí—, que te has echado una siesta de narices. No puedes estar cansada. Anda tira “palante”.
—No, bracitos —repitió.
—Vale, pero ven hasta aquí —le respondí.
… Vale que te vaya a coger en brazos pero, al menos, mueve al culo y ven hasta aquí, guapa.
—No —respondió.
… ¿Me estás retando?
—No pienso ir hasta allí —le dije de manera autoritaria—, si quieres que te coja en brazos, ven tú hasta mí. Haz un esfuerzo.
Así estábamos, a 3 metros de distancia. Ella erre que erre, que quería bracitos, y que quería que fuera hasta allí; y yo empeñado en que sea ella quien se acercara.
Cada vez más rígidos.
Qué movida.
De repente, pensé que eso no era normal, y se activó la curiosidad en mi cabeza.
A ver si va a ser otra cosa…
—¿Qué te pasa? —le pregunté, con un tono mucho más conciliador.
Le cambió la cara.
—¿Tienes miedo? —dije, porque era lo primero que me había resonado en el cuerpo.
—Sí —dijo, mirándome fijamente.
Miré alrededor, extrañado. Estábamos en una calle desierta, de una zona de campo. Lo único que era diferente eran unos contendores de basura.
—¿Tienes miedo a la basura? —pregunté.
Nunca le había pasado.
—Sí —respondió—. Bracitos.
Me acerqué a ella y la cogí en brazos. Esta vez con gusto y algo de culpa.
Pobrecilla, estaba bloqueada y yo ahí, como un capullo, insistiendo.
—La próxima vez, dime que tienes miedo —le expliqué—, así puedo cogerte en brazos para que el miedo se haga pequeñito.
—Miedo —respondió—. “Tienes” miedo, a-la-ba-su-ra.
—Mira, podemos ensayar —dije, mientras la dejaba en el suelo—. Así la próxima vez sabremos cómo hacerlo. Tú di “tengo miedo”; y yo te cojo en brazos.
—Tengo miedo —repitió como un lorito.
La cogí en brazos, y le di un abrazo muy fuerte.
—Prometo hacerlo así —resalté—; cuando tengas miedo, dilo, que yo te cogeré en brazos.
—Tengo miedo —repitió—. Y la volví a levantar y a darle un abrazo.
La dejé en el suelo.
—No lo olvides —repetí, dándome en la sien con el dedito—, si tienes miedo, dilo, y tendrás un abrazo muy grande y gordo. Prometido.
Estuvimos un rato comiendo un plátano bajo un árbol. Le conté un cuento, y hablamos de nuestras cosas. De repente, lo entendí todo.
Cuando nos estábamos acercando al contenedor, había salido un hombre bruscamente a tirar la basura. Y al caer dentro, la bolsa había hecho mucho ruido.
Estábamos en un entorno muy tranquilo, así que es comprensible que un estímulo tan brusco y ruidoso le provoque una reacción de miedo, de la que era prácticamente imposible salir si no es refugiándose en su base segura.
Y esa basura, que daba tanto miedo, estaba entre ella y yo, cortándole el paso a mis bracitos. No podía huir, ni luchar; sólo bloquearse y pedir ayuda.
Sin embargo, yo lo había interpretado al principio como un capricho tonto, y después como un desafío. En consecuencia, me había alejado de ella, justo cuando más me necesitaba a su lado.
¿Cuántas veces nos pasa algo parecido?
Muy mal aita, suspenso en mimitos.
Menos mal que, al final, supe verlo y darle el trato que merecía y necesitaba. Y que, a pesar del desencuentro, volvimos a estar tan a gustito.
Y a ti, ¿te resuena con algo esto?
Gracias.
En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.
Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com