Sobre las dificultades de las familias autoritarias o sacrificantes para satisfacer la necesidad de seguridad y vínculo de los niños y las niñas adoptados.
Hoy me ha pedido ayuda una compañera con el caso de una familia adoptante. Se corresponde con un prototipo que empezamos a ver muy a menudo en protección a la infancia.
Se trata de una familia nuclear compuesta por una pareja en la que uno de los progenitores proviene de una familia autoritaria (dónde el valor principal es la obediencia) y el otro de una sacrificante (en la que la prioridad es darlo todo por los demás).
Existen diferentes modelos de familia, y en ningún caso puede decirse que uno "es mejor" que otro. Todo es cuestión de grado. Sin embargo, en ocasiones, en funcionamiento familiar encaja mal con las necesidades de los niños y niñas adoptados.
Es uno de los pocos casos en los que observamos que se da la complementariedad entre dos personas de apego evitativo. Uno —a menudo el hombre— recibe apoyo en sus intereses personales y su carrera profesional, mientras que la otra —muchas veces la mujer— obtiene la seguridad y satisfacción que necesita a través del sometimiento y la dedicación incondicional.
En este contexto, no es de extrañar que para los adultos sea muy importante dar una buena imagen hacia el exterior, y que obtengan, con cierta facilidad, los certificados de idoneidad.
La pertenencia —el “ser parte de nosotros”— pasa, en estas familias, por aceptar la autoridad de los adultos, cumplir con el deber, triunfar en los estudios, dar buena imagen y resolver los problemas sin mostrar los sentimientos ni cualquier síntoma de desajuste emocional.
Los intentos de diferenciación, es decir, de expresar el propio carácter y la propia identidad, se perciben como amenazantes, entre otras cosas, porque comprometen la seguridad de la pareja. El motivo es que el progenitor autoritario tenderá a imponer su criterio por la fuerza, mientras que el sacrificante activará el victimismo probavblemente la desconfirmación (es decir, hacer como que la persona no existiera). Esto da lugar a una tensión en la pareja difícil de resolver entre un padre y una madre que no conciben la comunicación en un registro emocional.
Cuando un niño o una niña adoptado se incorpora a este sistema, se produce una crisis. Marcado por el abandono y con importantes dificultades de autorregulación emocional, se encuentra con unas personas muy capaces de ofrecerle cierta estructura y predictibilidad, pero emocionalmente distantes. Esto provoca activación en el niño o la niña, resultado una amígdala hiperreactiva como consecuencia del abandono y la necesidad de vincularse para sentir seguridad.
Esta activación tiene, muy probablemente, la función de conectar con sus padres y sostener su mirada y el vínculo; pero activa en él y ella justo lo contrario de lo que necesita: la frialdad, la demanda del cumplimiento del deber y la presión por respetar las normas y los límites.
Aparecen entonces sucesivas escaladas. El niño o la niña que necesita vincularse activa en su padre y madre los recursos que a los adultos les dan seguridad, es decir, actuar desde el cerebro, dejando de lado el corazón y el cuerpo; y esto provoca una mayor tensión en él o ella, que irá progresivamente accediendo a mayores niveles de agitación, en un intento desesperado de su cuerpo por pedir —sin palabras, porque la activación lo impide— que se satisfaga la necesidad vital de vínculo, que es lo único que garantiza la supervivencia.
No es extraño que estos padres utilicen como último recurso para controlar a su hijo o hija, la amenaza de expulsión. Y le retiren la palabra, le castiguen sólo en su cuarto, o le digan “si no te gusta lo que hay, coges y te vas”. Con dos buenas intenciones: darle donde más le duele, para que “reaccione”; y permitirse a ellos mismos algo que también se merecen, que es un remanso de paz. Lo que pasa es que todas estas estrategias desesperadas conectan con el trauma del abandono que ha sufrido su hijo o hija y, lejos de calmarle, le llevan más si cabe a la rigidez o al caos.
Tras sucesivas repeticiones de estas escaladas, que amenazan su casa —su lugar seguro— y comprometen y cuestionan los recursos que desde siempre les han dado seguridad, y tras muchos años de vivir este tormento, muchos de estos padres y madres decidan delegar la salud mental de su hijo en varias figuras profesionales.
Ocurren así varias cosas, a cada cual más desastrosa.
Lo primero es que aparece un diagnóstico. Puede ser “trastorno límite de la personalidad”, “trastorno generalizado del desarrollo”, “trastorno mixto de la personalidad”… en definitiva: trastorno. En muchas ocasiones, este diagnóstico no es más que una etiqueta que los y las psiquiatras ponen a las personas para justificar la necesidad de medicación, pero poco o nada dice sobre la etiología del mismo, ni mucho menos sobre cómo cubrir las necesidades que hay detrás; pero suele tener efectos devastadores para la persona adoptada.
No sólo porque le señala como “el problema” que tiene su familia, sino porque refuerza el mito de armonía, de salvación y de expiación en sus padres. El de armonía, porque refuerza la idea de que ellos no tienen dificultades, dado que el “trastorno” es cosa de su hijo; el de salvación, porque les invita a delegar los cuidados y el tratamiento del mismo en terceros, que cuentan con la formación y experiencia para “reparar” su daño; y el de expiación, porque les exime de sentimiento de culpa, y consiguientemente de responsabilidad, al permitirles atribuir los problemas existentes a causas externas como, por ejemplo, la genética, una mala gestación, el abandono, o la historia temprana de su hijo.
Para empeorar las cosas, puede aparecer la figura de un psicólogo o educador con escasos conocimientos sobre la teoría del apego y del trauma que, viendo el funcionamiento familiar, saca conclusiones precipitadas como, por ejemplo, que el chico o la chica se desrregula [sólo] porque sus padres son demasiado estrictos con él.
Esta premisa o valoración es paradójica, porque contiene una verdad y una mentira a la vez. La “verdad” es que, en efecto, la distancia emocional puede conectar al hijo o hija con el trauma del abandono; y la “mentira” es que, a pesar de lo que pueda parecer, estos padres están nutriendo en su hijo una necesidad clave que podemos no reconocer: la necesidad de estructura y predictibilidad, ambas cosas clave para que un niño, niña o adolescente adoptado pueda sentir los rudimentos de la seguridad.
No es extraño entonces que los profesionales presionen a la familia para que se acerque a su hijo o hija desde un plano más emocional, invitándoles a ser más cercanos y cariñosos con él.
Grave error.
Porque, en los chicos y chicas adoptados, la cercanía y las muestras de afecto pueden disparar una gran desregulación emocional. A fin de cuentas, tienen buenos motivos para sentir miedo a la intimidad y el cariño. Cuanto más fuerte es el vínculo, más sienten que se exponen a un nuevo abandono.
Así, es posible que aparezcan conductas muy difíciles de comprender. Pueden quedarse paralizados, desconectarse del cuerpo, asumir el control y tomar distancia, agredir verbal o físicamente, o tener episodios disociativos; cuando, sorprendentemente, están recibiendo precisamente la nutrición que anhelan y necesitan para vivir.
Este padre y esta madre se exponen entonces a una paradoja muy difícil de superar: la razón no funciona, porque la distancia emocional conecta a sus hijos e hijas con el abandono, pero tampoco funciona la cercanía emocional, porque sienten que las personas a quienes más quieren le pueden dañar.
Llega un momento crítico, porque estos padres y madres —que son buenos padres y madres, y que se han desvivido por sus hijos— pueden tirar la toalla y desistir. La sensación es que lo han intentado todo, y que nada puede funcionar. Por lo que lo lógico es hacer un “sálvese quien pueda”, delegar los cuidados, y… retraumatizar.
¿Qué puede funcionar entonces?
Sorprendentemente, lo primero que podemos proponer es dejar de buscar soluciones. Así sólo conseguimos poner más fuego a una olla a presión cuyas válvulas funcionan “así como regular”. Y además despersonalizar al niño, la niña o el adolescente, señalándole como un problema que tenemos que solucionar.
La palabra clave es acompañar. Olvidarse de corregir, controlar el comportamiento, de los objetivos, de estándares de evaluación, y centrar la mirada en el propio interior descubriendo, poco a poco, qué es lo que se está activando, y que impide que los padres y madres puedan sentarse al lado del niño, la niña o el adolescente que sufre, tener paciencia y poderlo tolerar.
En paralelo, es importante un entrenamiento para que los padres y madres puedan, en la medida de lo posible, dejar de lado el remordimiento. El sentimiento de culpa siempre va en su contra. Porque implica una lucha interna, entre su parte más humana y comprensiva, y su parte protectora, cuya aparición se vive como que están haciendo las cosas de manera egoísta, alocada, rígida y, en definitiva, mal.
Es clave que la familia pueda reflexionar sobre qué valores les hicieron y les hacen sentirse parte de una familia. Y cómo se sienten todos y todas amenazados cuando una de las personas se sale de este esquema, así como de las actitudes y recursos desesperados que todos (madre, padre, hermanos, tíos y abuelos) articulan para devolverla al redil. Y concebir todo ello como un acto de amor, la consecuencia natural del deseo de estar todos juntos y poder convivir.
Es muy importante que los profesionales podamos hacer una valoración comprensiva que comprenda que los recursos que activa la familia (frialdad, rigidiez, distancia emocional, etc…) no son el problema, sino parte de lo que los niños, niñas y adolescentes necesitan para sentir cierta seguridad. Recogerlo y validarlo, para que las personas con quienes trabajamos puedan sentir un mínimo de paz.
Conectar con los propios recursos resilientes. Implica explorar más allá de sus familias de origen las relaciones que a ellos y a ellas les han dado calma y seguridad. Porque, seguramente, sus figuras primarias de apego no hayan podido darles el acompañamiento y la presencia que necesitaban, pero otras personas (amigos, pareja, etc.) quizás hayan sabido y podido compensar.
Observar cómo las partes protectoras han servido para enfrentar y superar las dificultades que ellos y ellas mismos se pudieron encontrar en su propio sistema familiar. Dar un valor a lo que ellos hacen. Y sobre todo, a lo que sus niños internos hicieron para sentir seguridad y sobrevivir en un contexto complicado en el que probablemente se normalizaron y naturalizaron determinadas formas de sufrir.
Porque si una persona puede comprender que a veces se activan en su interior partes protectoras que hacen daño y que le alejan de los demás, y que tiene poco o nulo control sobre ellas, quizás entonces pueda comprender qué es lo que está pasando con su hijo o hija, y por qué no funciona la disciplina tradicional o cualquier intento de control. Esto implicará una crisis, pero también el deseo de transcender y explorar otras formas más profundas de relación.
Por último, ayudarles a desarrollar una narrativa que les ayude a mentalizar a su hijo o hija, no como un sujeto enfermo, malo, traumatizado, o incorregible, sino como una persona que no ha podido dejar de sufrir. Que con cada expresión de sufrimiento se siente más solo y desamparado porque sólo le aporta más distancia respecto a quienes quiere y más sensación interna de ser una oveja negra, y de soledad.
Quizás entonces las partes protectoras puedan relajarse y dejar paso a esas partes comprensivas que todos y todas tenemos, y que nos permiten empatizar, resonar y acompañar en el sentimiento a los demás.
Porque todas y todos nosotros no somos sólo el resultado de nuestra desesperación y sufrimiento, sino también joyas en bruto que no es necesario pulir ni limpiar.
Me encantaría leer contribuciones que enriquezcan mi mirada. Gracias.
Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com
Me tienes más en tensión q una peli de acción. Una historia sin salida aparente, con un padre y una madre que son “lo peor”, profesionales q también se equivocan del todo, un/a adolescente dañad@ y redañad@…. ufff, que mal rollo por todas partes.
Menos mal q luego has ido poniendo luz.
Gracias Gorka, una vez más me ha ilustrado mucho.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias Eva por tus palabras. Me alegra mucho que te haya resultado entretenido. A veces no es fácil divulgar estos contenidos y convertirlos en una lectura agradable. Me siento muy halagado ¡Gracias!
Me gustaMe gusta