Cuando, tras varios años, se vuelven a encontrar una madre que ha escapado de una situación de abuso o maltrato, con su hijo/a que ha tenido que superar el mismo reto, pueden darse las condiciones para que aparezca sintomatología relacionada con la enfermedad mental.
* Contenido para profesionales.
Hace unos días hablamos sobre las reagrupaciones tormentosas de madres con apego evitativo que traen a sus hijos/as adolescentes a vivir con ellas, después de varios años separadas de ellos. Y de cómo se produce una confluencia de factores que, al final, hacen que se líe la marimorena.
En los casos de madres —decimos “madres” porque suele ser el perfil más habitual, no el único— con apego desorganizado, la situación es más compleja, sobre todo por la más que probable interferencia del trauma complejo asociado, como sabéis, a una historia familiar y personal cargada de un dolor, soledad e incomprensión.
[…] Abro paréntesis […]
Valorar el modelo de apego adulto es una tarea compleja, pero existen indicadores que se ven a simple vista y que nos pueden dar pistas de la desorganización este sistema. Por ejemplo:
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El sentido de la identidad personal que parece débil y confuso. Su identidad se encuentra fragmentada. Que activan “partes” de manera reactiva a las dificultades, que guardan poco parecido o integración entre sí. De este modo, a las personas que nos relacionamos con ellas, nos da la sensación de que tienen diferentes “personalidades” —nótense las comillas—, que guardan poca relación entre sí.
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El relato de los acontecimientos de su historia de vida parece confuso e incoherente. No pueden narrar de manera eficiente los acontecimientos que han vivido y, sobre todo, tienen serias dificultades para darles un sentido, lo cual dificulta más si cabe que puedan aprender de su experiencia y tomar decisiones basándose en ella.
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La idealización-demonización de las figuras de apego. Su padre y su madre —o quien haya servido de figura de apego— se conciben idílicamente, como carente de mácula, o al contrario, como sólo perversos o dañinos, sin considerar la información que pueda provocar un mínimo de disonancia cognitiva.
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La oscilación caótica del foco de atención. Que pasa de estar en su interior y en sus propias vivencias, sentimientos y necesidades; a situarse en el exterior, en la resolución de los problemas; o en al terreno interpersonal, confundiendo sus propios sentimientos con los de los demás. Es muy llamativo cómo, además, este foco oscila entre el futuro, haciendo una previsión muchas veces catastrofista o idealizada de la realidad; el presente; y el pasado, confundiéndose los diferentes tiempos verbales, a consecuencia del trauma, que reaparece sin control del aparato consciente.
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Las dificultades severas asociadas a la función ejecutiva. Son personas que “parecen no aprender”, que reciben la información, la aceptan, pero parecen incapaces de recordarla entre sesiones, ni mucho menos, de utilizarla para planificar una secuencia de acciones que repercutan en beneficio suyo y de su familia.
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La disociación estructural. La desconexión aparente entre la parte racional, emocional, corporal y conductual que parecen ir por libre, activándose de manera caótica y descoordinada.
Cuando nos encontramos con estos perfiles, podemos presuponer la existencia de un trauma complejo, que se caracteriza porque tiene su origen en las etapas preverbales y presimbólicas de la infancia (entre los 0 y los 3 años), y que se viene agravando por las consecuencias relacionales que ese daño primario va desencadenando a lo largo de todo el periodo de la vida de las personas. El trauma complejo tiene un impacto brutal en el desarrollo infantil y adolescente. Y expone a las personas afectadas a grandes dificultades de autorregulación emocional, que desencadena respuestas defensivas caóticas ante acontecimientos que conectan con el peligro y la necesidad desesperada de protegerse. Respuestas, todas ellas, que son muy difíciles de integrar con sentido en la propia experiencia personal, y que están asociadas, muchas veces, a un fuerte sentimiento de culpa o irrealidad. Por ello, la opción más inteligente para estas personas es apartarlas del plano de la conciencia, y relegarlas a un segundo plano, restándoles importancia o el mismo sentido de realidad. El drama de estas personas es que estas experiencias traumáticas, que tienen que ver con un profundo dolor y con las respuestas defensivas disociadas que se han producido para defenderse del mismo, y que se desean olvidar, siguen activando el cuerpo para defenderse de un peligro que ya no está presente, activando conductas defensivas en terceros, creándose así un círculo vicioso que sólo empeora las cosas. Pero vamos a lo que nos interesa, que nos hemos ido un rato por las ramas.
[…] Cierro paréntesis […]
La idea de fondo es que el apego desorganizado y el trauma complejo deben hacernos pensar en una historia familiar en la que una niña se ha tenido que proteger de las personas que tienen el deber y la obligación de cuidarle, protegerle y nutrirle con buenos tratos. En la que esa psique infantil y con pocos recursos ha tenido que sobrevivir en un contexto donde las figuras adultas de las que se depende, también pueden provocar un enorme daño. La disociación es la forma que tiene el cerebro de mantenerse con vida, sacrificando la propia identidad y, en diferentes niveles, el criterio de realidad. Por eso se suele decir que es, de alguna manera, una de las antesalas de la psicosis.
Así que, cuando una de estas personas migra, suele hacerlo huyendo de algo traumático. Muchas de estas mujeres abandonan el domicilio familiar muy jóvenes, casi adolescentes, en compañía de parejas que les prometen “el cielo en la tierra”, conectando con esa parte idealizada y disociada de los progenitores. Y a menudo forzadas por un episodio de abuso o maltrato que precipita la salida de casa.
No es raro que se queden embarazadas pronto. Bien como un intento inconsciente de garantizar esa relación salvadora, bien como resultado de las denominadas lealtades familiares que nos llevan a reproducir las decisiones de nuestros progenitores, como una forma de aferrarnos a la mínima seguridad que nos ofrece la pertenencia.
La migración se construye, entonces, como un intento desesperado de dejar el trauma y el dolor detrás, y emprender una nueva vida.
Pero en esta huida —que por supuesto es legítima— puede haber quién se quede atrás: los hijos/as de estas mujeres, que pueden resultar un lastre en un viaje fuera del país, en el que estas madres deben adaptarse y sobrevivir a un sinfín de dificultades, desde burocráticas a más pragmáticas.
En algunos casos, estas mujeres pueden haber luchado con mucho ímpetu y mucha fuerza para que sus hijos/as sean acogidos por la familia del padre, a la que pueden considerar más sana o capaz de satisfacer sus necesidades. Pero en la mayor parte de los casos, estos niños y niñas, todavía muy pequeños, suelen quedarse en manos de la misma familia extensa que ha generado el trauma complejo en esta madre. Entre otras razones, porque estas mujeres suelen presentar dificultades para sostener una relación de pareja saludable a largo plazo.
¿Cómo lo dejaste allí? Suelen reprochar los profesionales con poco conocimientos sobre las implicaciones que puede tener el trauma a nivel personal y relacional. Juzgando. Sin considerar que el la psique de esta madre ha hecho lo único que podía hacer para sobrevivir a un contexto cargado de peligro: huir y asegurarse a sí misma que volverá para rescatar a esta persona a la que quiere y necesita.
Pasan los años, y estos niños/as expuestos a un entorno hostil y al daño que les provocan las personas encargadas de protegerles, van desarrollando también síntomas o soluciones de carácter disociativo. Porque además de cargar con todo el historial de trauma de la familia, se ven expuestos/as a un relato oculto (tabú): el ser los hijos/as de la persona que ha abandonado a la familia y que puede desvelar, por ello, el “secreto familiar” (maltrato, abuso sexual, etc.), peligro que está más presente tras la ruptura y debido a las relaciones conflictivas que siguen existiendo entre la madre y los abuelos.
Estos niños y niñas se crían, entonces, en un ambiente cargado de inseguridad, ambivalencia y peligro, en el que raramente son mirados como las personas que son, con su identidad, deseos e intereses. Y donde acaban, muchas veces, asumiendo el rol de “chivo expiatorio”, recayendo sobre ellos/as la agresividad contenida y oculta hacia la madre que migra. Por ello, es frecuente que se vean obligados a lidiar con las emociones de los adultos, bien a través de una sumisión y complacencia extremas, o a través del ejercicio de la violencia —ellos/as mismos/as la han sufrido— como mecanismo de defensa para salvaguardar la propia identidad o salud mental.
En ambos casos, ser uno mismo y actuar de manera consistente resulta para ellos un esfuerzo titánico, si no un peligro. Y suelen desarrollar personajes o partes que activan según si las señales del entorno les sugieren o no que pueda haber peligro. Porque existe un añadido: la amenaza de expulsión de la familia. A fin de cuentas, son los hijos de las personas que han roto los lazos y que han huido.
Cuando estos hijos/as se reagrupan con sus madres, se produce una situación paradójica: “tú que me has abandonado y dejado con las personas que me han producido tanto daño, te yergues ahora, demasiado tarde, como mi salvadora, y exiges explícita o implícitamente cierto reconocimiento por ello”. A fin de cuentas, los planes de la madre —lo que le ha permitido— superar el trauma del abandono de sus propios hijos, se han cumplido.
La cosa se complica más, si cabe, debido a la acción de la disociación en las progenitoras: pueden olvidar lo que han dicho, actuar un día de manera agresiva, otro de manera evitativa, un tercero quedarse paralizadas o ser presa de un llanto incontrolable. La experiencia del adolescente es, así, incomprensible, incoherente y sin sentido, justo lo contrario a lo que verdaderamente necesita.
Ello unido a las dificultades para mentalizar que suelen acompañar al trauma complejo, y a la presencia de tantos tabúes que operan a nivel inconsciente o cuasi-consciente, y a la inseguridad que normalmente acompaña al proceso migratorio (trabajo precario e irregular, ingresos bajos, dependencia de los servicios sociales, etc.) crean las condiciones perfectas para la aparición de síntomas severos que rayan la enfermedad mental (psicosis) y que, en todo caso, tratan de dar solución a un dilema irresoluble: “te quiero y te necesito, pero también te odio por el abandono que he sufrido y por el daño que me estás haciendo, y por la expulsión que temo”.
No suele ser raro que se requiera, por tanto, de ayuda farmacológica para promover una mejor autorregulación de ambos, madre e hijo. Aunque ésta sólo contenga los síntomas, y NO sea la solución a un problema muy severo relacionado con la integración cerebral (autorregulación emocional) y las dificultades para corregulación emocional (tranquilizarnos a través de la relación con los demás).
Cuando nos acercamos como profesionales a estos casos, debemos ser conscientes de que resulta necesaria muchas veces la adecuada integración de 3 elementos: psiquiatría, psicoterapia centrada en el trauma y psicoeducación familiar. Aunque sea complicado establecer los límites entre estas profesionales, yo pediría a la psiquiatría se encargue del apoyo farmacológico. Que el psicólogo se centre en el reprocesamiento del trauma (siempre y cuando el/la adolescente se encuentre en un entorno suficientemente seguro). Y que nosotros, educadores y educadoras familiares, hagamos una tarea doble aunando psicoeducación y corregulación emocional. Es decir, ayudar a las personas a mentalizar y, en paralelo, ayudarles a darse los unos a los otros lo que necesitan para permanecer el máximo tiempo posible en un estado de calma e integración, acordando nuevas soluciones.
El problema es que este planteamiento, a veces, no coincide con el de otros/as profesionales. Observamos que se solicita a los educadores familiares un trabajo para el que la familia no está todavía preparada, porque si no hay una mínima estructura en la que se asiente la autorregulación emocional de cada uno de los miembros, es imposible que se co-regulen entre ellos, máxime cuando coexiste una historia de abandono y trauma complejo que ninguno de ellos, ni la madre ni el hijo/a, pueden explicitar, porque ha quedado anclada o varada a nivel del cuerpo.
Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com