Pepinillos en vinagre  

[…] Lo primero que me pidió el cuerpo fue quitar importancia al asunto. Decirle que estaba llorando por una tontería y que no se preocupase, que mañana todo estaría mágicamente arreglado. […] 

Al encontrarme con ella, todavía tenía los ojos rojos.  

Iba sobre aviso. Mi mujer me había dicho que había discutido con su mejor amiga, porque ésta se había comido el pepinillo más grande, el amarillo, el que más quería. Una cosa había llevado a la otra y se habían despedido las dos muy dolidas, llorando.  

Lo primero que me pidió el cuerpo fue quitar importancia al asunto. Decirle que estaba llorando por una tontería y que no se preocupase, que mañana todo estaría mágicamente arreglado. Pero se había enfadado con su amiga, y que ese regusto amargo permanecería, de alguna manera, hasta que se reencontraran en la ikastola al día siguiente.  

—Me ha dicho Ama que traes un disgusto muy grande, ¿te gustaría hablar conmigo? —No quería que se sintiera forzada. Es una niña muy sensible y tiende a evitar las sensaciones fuertes, como su padre.  

—Sí, pero en mi habitación. Vamos a casa —pidió—. No quiero que nadie nos escuche.  

¿A casa?, no, por favor. Que se está muy a gusto en la calle —pensé—; pero, gracias a esto último, entendí que esa conversación necesitaba un lugar especial, seguro.  

Llegamos a casa y fuimos a su habitación. Su madre respetó su voluntad, quedándose en la cocina.

Uno de los errores más habituales que cometemos padres, madres y personal educativo, es tratar de llevar forzosamente a las niñas y los niños a la seguridad, en vez de esperar a que ésta emerja naturalmente con todos sus recursos. 

—¿Te apetece hablar ahora? —pregunté, sabiendo que su respuesta sería afirmativa.  

—Sí.  

—¿Y te gustaría contarme qué ha pasado? 

—Estaba con Ama y con Abupi —su abuela— en el parque, y se ha comido el pepinillo que yo quería. —explicó.  

—Ya, qué faena. Te debió dar un montón de rabia… 

—Es que era el pepinillo más grande y, además, ¡amarillo! 

Sentí que estaba conectando con lo que les había pasado, pero desde la seguridad. Intuí que querría explorar lo que había pasado.  

—¿Recuerdas lo que pensaste para enfadarte tanto? 

—Que lo había hecho a propósito.  

—¿Para fastidiarte? 

Asintió con la cabeza.  

—Normal que te enfadaras un montón, claro. Es duro pensar que te ha hecho algo tan malo una amiga —dije, y noté por primera vez como todo mi cuerpo se impregnaba de su experiencia—. Pero, dime una cosa… 

—¿Qué? 

—Ahora que estás tranquila y que se te ha pasado el enfado, ¿piensas que lo hizo para fastidiarte o por otra cosa? 

Se quedó un ratito pensando.  

—Por otra cosa.  

—¿Y por qué motivo crees que se comió tu pepinillo preferido? 

—Por lo que dijo Ama.  

—¿Qué dijo Amatxu? Yo no estaba.  

—Que no sabía que era mi pepinillo favorito. Que pensaba que era un pepinillo cualquiera.  

—¿Y cuánto te crees ahora que eso es verdad? 

Abrió las manos como para abarcar el mundo entero.  

—Ya… es que estás en otro momento, ¿verdad? —dije, y traté de reconducir la conversación—. Pero hay una cosa que me interesa mucho, ¿quieres saber lo que es? 

—Vale.  

—Que lloraste con mucha rabia… y tu amiga te vio llorar. ¿Qué crees que pensó en ese momento? 

Se quedó pensando de nuevo. Pensé que hay magia en esos silencios.  

—Seguro que pensó “a ver, Amara, que sólo es un pepinillo” —dijo, con una lucidez casi adulta.  

—¿Y crees que tenía algo de razón en eso? 

—Sí, porque ella no sabía que era mi pepinillo favorito.  

—Sin embargo, ambas os habéis despedido llorando. Y seguro que ella todavía tiene un regusto amargo… 

—Igual está en casa pensando en esto —me interrumpió, proyectando de manera empática su estado de ánimo.  

—Justo eso te iba a decir —confirmé—. Pero, ahora que has pensado en lo que ha pasado, y que sabes cómo se siente, ¿qué te gustaría decir a tu amiga? 

—Le diría que quiero invitarle a casa. Podemos comprar un montooooón de pepinillos —abrió los brazos—, cortarlos en cachitos, y comerlos juntas.  

—¿Cortarlos en cachitos? —pregunté, curioso.  

—Sí, para que las dos podamos comer de todos. Sin discutir.  

Os juro que me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral, humedeciéndome los ojos. Cuando me repuse, todavía me temblaba la voz: 

—¿Te parece que le mandemos un audio para decírselo? 

—¡Vale! ¡Estupendo! 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

Deja un comentario