[…] La gente se ríe bastante de mí cuando propongo estas cosas. Les parecen poco ortodoxas o salidas del tiesto. Pero estoy convencido de que, a veces, cambiar de perspectiva —desde lo más analítico y racional, hasta lo más simbólico y emocional— puede ayudar mucho. […]
Soy de los que ven la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.
Tengo la capacidad de ver en detalle el trabajo de los demás, aportando otras perspectivas y soluciones; pero, cuando estoy en el ajo, no suelo ser capaz de aplicarme el cuento.
El cuento. Nunca mejor dicho, porque justo de eso vamos a hablar hoy: de los cuentos o narrativas que subyacen a nuestro trabajo, y que tan a menudo nos pasan desapercibidas.
Ayer, sin ir más lejos, un compañero me pedía ayuda en relación a un caso en el que se sentía atascado. Era una de estas situaciones que tanto nos encontramos quienes trabajamos en protección a la infancia, a saber, una familia asustada, aterrorizada, por nuestra presencia que, en consecuencia, trata de huir de nosotros. Y un profesional que, cada vez que les pilla en un falsete, activa más si cabe la persecución para que no se le escape nada, retroalimentando el problema.
Te suena, ¿verdad?
La gente se ríe bastante de mí cuando propongo estas cosas. Les parecen poco ortodoxas o salidas del tiesto. Pero estoy convencido de que, a veces, cambiar de perspectiva —desde lo más analítico y racional, hasta lo más simbólico y emocional— puede ayudar mucho:
—¿Me dejas que miremos el problema con otros ojos?
—Vale, no se pierde nada.
—De acuerdo, ¿cuál es el cuento que subyace a este problema?
Se hizo un silencio bastante largo, y tuve que hacer varias preguntas para redirigir las respuestas. No es extraño encontrarnos con algo así cuando el cerebro tiene que hacer una transición tan potente en la forma de enfrentar una realidad tan compleja.
—Yo creo que es el del coyote y el correcaminos.
—Estupendo, el coyote y el correcaminos —parafraseé—. El correcaminos que corre porque sabe que el coyote se lo va a comer; y el coyote que corre para comerse al correcaminos. Y cuanto más corre uno, más corre el otro. Cuantas más estrategias pone en marcha para escapar el uno, más inventos saca el otro, para atraparlo.
—Eso es. Así andamos.
—Eso parece. La movida es que estáis en una narrativa circular. Cuanto más os esforzáis, más empantanados estáis en ese ciclo de retroalimentación, ¿verdad?
—Totalmente.
—Bien, pues ahora, que hemos externalizado la historia que hay detrás, viéndola como un cuento que es independiente al problema, podemos trabajar sobre el final que nos gustaría para todos, y sobre cómo lograrlo, ¿no crees? —propuse.
—¿Cómo?
—Se trata de olvidarse de la familia y centrarnos sólo en la historia del coyote y el correcaminos —expliqué—. Puede parecer una tontería, pero puede ayudarnos no sólo a centrar la atención en lo importante, sino a encontrar soluciones creativas que, de otra forma, podrían pasarnos desapercibidas.
Su gesto denotaba incredulidad y desconfianza.
—Coño, tío, que no perdemos nada.
Su expresión se suavizó, dándome permiso para insistir en mi propuesta.
—Por ejemplo, ¿qué podría pasar para que ambos salieran de esa trampa relacional? Sé creativo, anda, que ahora no se trata de encontrar soluciones, sino de abrir la mente a esta forma de plantearse y resolver los problemas.
—Podría encontrar un refugio.
—¿Cómo?
—Sí, que podía encontrar un refugio —al escucharlo me dio un vuelco el corazón—. No lo sé, por ejemplo, una cueva. Pero, ahora que lo pienso, no sé si sería buena idea, porque tendría al coyote fuera, esperando, tramando formas de sacarlo de ahí, y tarde o temprano volvería a estar en peligro.
«Bien, ya estamos en el ajo», me dije. Y acto seguido pensé en lo bien que reflejaba esta aportación la situación de la familia.
—Ya claro, parece normal que opten por correr —dije—. Igual es mejor idea.
—También puede ser que el correcaminos se pare y acuda donde el coyote, y que acaben llevándose bien, ¿no? —respondió mirándome con ojitos de gatete tierno.
—Buff… no lo sé. A mí me parece que el coyote no puede hacer eso. Piensa que está convencido de que el coyote le quiere comer, no sólo porque es un coyote, sino porque lleva toda la vida persiguiéndolo.
En ese momento se nos apagó la creatividad. Aprovechando el silencio, otros compañeros pasaron a hablar de otras cosas y dejamos apartado el tema. Pero yo no me había quedado satisfecho. La experiencia me dice que, si persevero en estas movidas, al final encuentro un poquito de oro.
Así que comencé a dibujar. Dibujo fatal, pero mi mente es bastante visual y me ayuda a resolver problemas. Al lado izquierdo de la página un correcaminos, y a la derecha un coyote. Justo cuando empezaba a pintar las estructuras del desierto de Arizona, resplandeció una idea. Tuve que callarme para no dar un grito.
En cambio, dibujé otro correcaminos debajo y un poco detrás del primero. Un correcaminos que representaba al padre.
¡La hostia!
Es que no sólo corría un pájaro. Había dos en escena. El primero, la madre, corría por su vida; mientras que el segundo corría para ACOMPAÑAR AL OTRO, calmarlo, y acercarlo al coyote, para que pueda interactuar y no tema. Pero el primero, al ver correr con él al otro, sólo sentía ratificada su sensación de peligro, por lo que incrementaba su carrera hasta que no había nada más que su supervivencia en el mundo.
No puede ser, no puede ser…
Entonces, dibujé dos huevos. Dos pequeños huevos que quedaban atrás, justo detrás del coyote. Y lo vi bastante claro: el coyote no quería comerse al correcaminos, sino proteger los huevos. Pero, cuanto más perseguía al correcaminos, más se alejaban todos de esos pequeños que necesitaban incubación… es decir, una presencia constante.
Madre mía, la que se estaba liando. Pero qué bien entrever una solución o una respuesta.
Vale, Gorka, calma… que parece que vas por buen camino. Pero, ¿qué podemos hacer con esto?
El coyote 1 no puede escuchar este mensaje. Tiene todas sus energías dedicadas a escapar de nosotros. Pero, igual, el segundo sí que puede. Y siempre es más fácil para las personas y las familias escuchar un cuento. Un cuento, que esta vez es capaz de proporcionar esperanza y calma. Una resolución válida para todo el mundo.
Terminó la reunión y, como tantas otras veces, no me había enterado de nada. Ya sé de qué va la vaina… luego meteré la pata y todos me acusarán de despistado o de estar en la parra. Pero, al salir, tomé del brazo al compañero y le dije:
—Oye, tío, ya sé cómo puede salir el correcaminos de ésta.
Pues nada, que la semana que viene el compi se va a la visita con este cuento.
Marca ACME, pero de los que igual funcionan.
¿Te imaginas cómo?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com