[…] Fue entonces cuando tomé una decisión. Si tenía que matar, lo haría de la manera más compasiva posible. De la manera más rápida e indolora. […]
Como buena persona con un apego mayoritariamente evitativo tengo muy pocos recuerdos de la infancia.
Entre los que guardo con más cariño, están los días de pesca con mi abuelo. Disfrutaba un montón los preparativos, las compras, el viaje y, sobre todo, estar en el muelle con él, esperando a ver qué salía atrapado en el anzuelo. Esa exclusividad y esa intimidad me llenaban por dentro.
De esos días, guardo algunos momentos especialmente vívidos. Y normalmente, tienen que ver cuando capturábamos algún pez y había que quitarle el anzuelo. No sé si habéis pescado alguna vez, pero para un niño de ciudad, como yo lo era, se percibía como algo brutal. A menudo, no era posible extraerlo sin desgarrar al animal, especialmente a algunas especies, que se trababan el metal hasta lo más profundo. Entonces, uno sacaba la pieza, pero también las tripas, mientras el animal coleaba todavía vivo.
Para el niño de 7, 8, 9 o 10 años, que está en mis recuerdos, era algo profundamente desagradable, pero que también tenía ese punto de decirle a mi abuelo “mira, aitite, soy fuerte, no me acobardo ente estos retos”, que me hacía sentirme importante y reconocido en su mirada, donde sabía que tenía un lugar privilegiado.
Como imaginarás, me encontraba, entonces, en un conflicto muy difícil de resolver: por un lado, necesitaba ese espacio como hombrecillo valiente, capaz de buscarse su propio sustento, pero, por el otro, me sentía una mierda haciendo tanto daño a los animales. Sobre todo, porque, siendo el niño gris que al parecer era, esas acciones comprometían uno de los únicos valores que me hacían sentir suficientemente valioso y bueno, a saber, el respeto estricto por los animales y toda la naturaleza.
Fue entonces cuando tomé una decisión. Si tenía que matar, lo haría de la manera más compasiva posible. De la manera más rápida e indolora. Sobre el papel, puede parecer una decisión sencilla, pero para nada lo era. Todavía rengo grabado en la cabeza el día que cogí la navaja, y le asesté un tajo en la nuca al primero de tantos peces. Puedo sentir el dolor, la piel rompiéndose por la fuerza ejercida por mi mano titubeante, y el crack de la espina dorsal al cortarse a la altura del cuello. La sensación terrible de sentir el movimiento desesperado del durdo o la mojarra tratando de zafarse de mí y, quizás lo peor de todo, la sorpresa al descubrir que el animal no moría de inmediato, sino que seguía saltando y boqueando con la cabeza casi colgando.
Igual piensas que todo esto es para mí algo así como un recuerdo traumático, ¿verdad? Pues yo no lo siento así, en absoluto. Tengo la sensación de que HABLA BIEN DE MÍ, a pesar de lo desagradable que es todo lo que te he contado. Porque me quedo con la idea de que fui compasivo con esos animales, a pesar de lo complicado que me resultó llegar a eso. Porque, en efecto, fue muy difícil parecer débil ante una persona tan importante para mí y de otra época, pero más difícil fue asumir la responsabilidad de hacer algo con mis actos, asumiendo la repugnancia que me provocaba matar de manera diferente: ya no era el pez quien había caído en la trampa, sino que era yo quien le había arrebatado la vida, a conciencia.
Lo interesante de todo esto, es que el recuerdo podía haber quedado grabado de otra manera y, ahora mismo, podría estar reprochándome que fui un mierda por no saber o poder decir que no a tiempo.
¿Dónde radica la diferencia?
La idea de base es que estamos construidos por las narrativas de ALGUNOS recuerdos. Y resalto ese “algunos”, porque no lo son todos. Son lo que llamaremos —no recuerdo muy bien cuál es el término técnico y debidamente consensuado— RECUERDOS AUTOBIOGRÁFICOS, que son en los que se basa nuestra IDENTIDAD y nuestro VALOR PERCIBIDO como personas.
Lo curioso de estos recuerdos es que, en muchas ocasiones, se basan en eventos significativos, con una gran carga afectiva, y en las DECISIONES que una o uno han tomado sobre ellos. Como si de alguna manera constituyeran un evento sobre el que hemos intervenido, y que ha marcado la dirección de la propia vida.
Repito, suelen basarse en una acción que se ha elegido de forma libre y autónoma.
Lo destaco porque tenemos que ser conscientes sobre las consecuencias que tiene un excesivo intervencionismo en la crianza y la educación de las niñas y los niños, bien preservándoles de situaciones estresantes o desagradables, o imponiendo un sentido a los acontecimientos.
No es tontería pensar que, si mis padres o mi abuelo me hubieran evitado esta experiencia, me habrían fastidiado la oportunidad de sentirme, a pesar de todo, una buena persona. Y tampoco lo es entender que, si me hubieran dicho cómo proceder, en plan, “gorka, córtale el cuello para que no sufra”, me habría generado más rechazo hacerlo, porque no dispondría de la energía y motivación que da ser partícipe de la decisión que uno ha tomado. Con el añadido de que se habría jodido el invento, porque lo hiciera o no LA DECISIÓN YA NO HABRÍA SIDO MÍA.
Este es uno de los errores que cometemos con frecuencia las madres y los padres, junto con las y los profesionales que atendemos a las personas que sufren y padecen de diferentes modalidades trauma: ser sobreprotectores, anulando su SENTIDO DE AGENCIA (ver el trabajo de F. Javier Aznar Alarcón). Sin entender que, al suplantar el papel protagonista que las personas deben desempeñar en su propia historia, les estamos arrebatando también su dignidad como seres humanos que presentan un valor intrínseco, por delante y por encima de sus acciones. Porque, amigas y amigos, cuando alguien decide por mí, me está trasladando, casi con seguridad, la idea de que soy un inútil, deficientemente valioso o malo.
Y eso es, justo, una de las claves que marca los ciclos de retraumatización tan comunes en los espacios en los que nos desenvolvemos, cuando todo el mundo trata de asistir a las supuestas víctimas, sin permitirles obrar con sus propios valores, en el marco de su propio proyecto de vida y con sus propios recursos. Tres cualidades que, amigas y amigos, empezaron a construirse desde muy temprano registrándose en forma de RECUERDOS AUTOBIOGRÁFICOS. Unos recuerdos que pueden impulsar a la persona a tener una buena relación consigo misma, facilitando eso que llamamos resiliencia; o constituir el escenario de una guerra interna, en la que uno seguirá luchando indefinidamente para revertir la imagen perturbadora sobre sí mismo que le hemos dejado.
Cuidado, porque algunas situaciones nos angustian y nos impulsan casi irremediablemente a intervenir más de lo necesario.
¿Queda claro?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com