El consejero del reino: un nuevo personaje en su historia 

[…] Cada vez que nos acercamos a las personas a quienes tenemos la responsabilidad de acompañar, nos incorporamos en una historia que se relata con un inicio, un desarrollo y un final anhelado, convirtiéndonos en otro personaje en escena. Y este personaje tiene dos caras: la que nos queremos creer como profesionales, y la que nos reconoce y otorga esa persona o familia. No hay que decir que la segunda es la más importante, así como la que tan a menudo nos pasa desapercibida. […] 

Dicen que cuando te mueres puedes sentir como tu alma se eleva sobre tu cuerpo. Hay, incluso, quien puede ver la escena desde otro lugar: la esquina del quirófano o incluso el techo. Y, al despertar, son capaces de describir con todo lujo de detalles lo que estaba ocurriendo, tanto a nivel verbal como no verbal, cosa que da un poco de mal rollito.  

Pues bien, me parece que las y los educadores familiares deberíamos tener más experiencias cercanas a la muerte. No porque nos inmolemos contra el maltrato profesional que sufrimos, sino como un ejercicio para tomar conciencia de la que estamos liando.  

Me refiero a que, en nuestras supervisiones, prácticamente nunca se analiza el papel que estamos jugando en las narrativas de las que participamos, a pesar de las implicaciones que tiene esta postura de cara al éxito o fracaso de los procesos.  

Creo que puedo explicarme.  

Mirad, cada vez que nos acercamos a las personas a quienes tenemos la responsabilidad de acompañar, nos incorporamos en una historia que se relata con un inicio, un desarrollo y un final anhelado, convirtiéndonos en otro personaje en escena. Y este personaje tiene dos caras: la que nos queremos creer como profesionales, y la que nos reconoce y otorga esa persona o familia. No hay que decir que la segunda es la más importante, así como la que tan a menudo nos pasa desapercibida.  

Os voy a poner un ejemplo. No os descojonéis, porque me ha pasado.  

María y Julio se acababan de separar, aunque todavía no habían tramitado el divorcio. Tenían dos hijas de 3 y 6 años respectivamente. María era una mujer vulnerable que, tal y como me dijo la coordinadora de caso, “se inventaba problemas para llamar la atención”; mientras que Julio era un joven empresario de éxito, orgulloso y arrogante, que siempre tenía que tener razón en todo. No obstante, a pesar de haberse separado hace poco, la relación entre ambos no era del todo mala: él, que era quien había tomado la decisión de separarse, la sostenía económicamente, y ella estaba agradecida. No obstante, a raíz de su separación, la mayor de las niñas había comenzado a desarrollar una sintomatología bastante preocupante, que no voy a detallar para mantener la privacidad de las personas.  

María rechazaba trabajar con nosotros, mientras que Julio nos pedía ayuda para su familia, situándose como un experto y sacrificado hombre de familia, pero depositando toda la responsabilidad sobre su mujer, a quien, con el debido cuidado y respeto, tachaba de desequilibrada emocionalmente.  

Sí, es extraño, pero se puede hacer eso.  

María y Julio estaban en una complementariedad que se describía en función de la narrativa del “rey y la princesa en apuros”. Es decir que, en su desamparo —que, por otro lado, era real—, ella sentía que la única forma de estar debidamente protegida era manteniendo al rey a su lado y, para ello, necesitaba crear y comunicar sus problemas; y él, muy machista, con una personalidad aparentemente muy fuerte, pero un ego bastante frágil, necesitaba a una chica que le necesitara, para presentarse como un salvador ante el mundo.  

Muy resumidamente, la movida era ésta. Ella le pedía ayuda, y el le atendía con una actitud condescendiente, en plan, joder, tía, no me vengas ahora con esas chorradas. La cosa iba escalando, porque ella se sentía rechazada e inventaba más problemas para sentirse atendida y protegida, mientras que él cada vez se mostraba más rechazante, destacando que tenía muchas cosas importantes que hacer como para atenderle a ella. Llegado a determinado punto, ella estallaba contra ese rechazo, mandándole a la mierda y creyéndose por unas horas que podía prescindir de ese apoyo en su vida, pero cuando se calmaba y volvía a tener conciencia de su situación —a todos los niveles, muy complicada—, volvía a sentir la necesidad de buscar ayuda a la única persona que tenía. Pero con la putada de que ahora, que se habían rechazado ambos, era más complicado si cabe solicitar apoyo, por lo que optaba, o sólo le quedaba, inventarse un problema. Era lo único que a él le activaba y le llevaba a responder con cierta comprensión y empatía. Y vuelta e empezar desde el principio.  

El caso es que yo entré en escena, con mis propios miedos e inseguridades. Y con el encargo de trabajar con los dos para mejorar la situación de las niñas. Y, claro, necesariamente adopté un rol. Un papel que no estaba pensando, sino que se adaptaba lo mejor posible A MIS PROPIAS NECESIDADES: evitar el conflicto y sentirme reconocido como profesional.  

¿Os imagináis cuál era ese papel? 

En efecto: EL CONSEJERO DEL REINO. Un aliado del padre.  

Es verdad que no tenía demasiadas opciones. Ella no me quería ni ver —quizás esperaba que, como otros profesionales que les habían asistido hiciera la misma mierda. Y tenía razón en eso— porque sabía que me iba a convertir en un aliado de su expareja, creyéndome el discurso invalidante ante ella. Cosa que, por supuesto hice, porque nuestra intervención no es nunca independiente del papel que adoptamos en el juego de las familias.  

¿Qué pasó? 

Pues un puto viaje astral por toda la galaxia.  

Ese día me habían cancelado una visita, así que llegué con tiempo de sobra. Y como no había dormido un carajo a la noche, decidí acomodarme en el sillón del coche y cerrar un poco los ojos. Me sobé como una planta en un jardín calentito. Y en esas que yo estaba ahí, entre el suelo y la vigilia, cuando me sentí como los que se van a morir, viendo toda la escena desde arriba. Pero, de pronto, la cámara me apuntó a mí, y me desperté con un petardo en el culo.  

¡Anda, no me jodas! 

¿De verdad he hecho yo esta mierda? 

¡Pero si es evidente! 

Coño, es evidente para quien lo ve desde la maldita muerte, desde fuera. Pero no para el que está en el ajo, con las botas manchadas de barro, y haciendo lo que puede para sobrevivir y que sobrevivan las personas a quienes acompaña.  

Sea como sea, una vez que hemos asumido un rol, es muy complicado salir de ahí y colocarse de otra manera. La peña ya nos ve así, como si nuestro personaje se nos hubiera metido dentro de la piel, dejando sin espacio a otros roles. Además, hacerlo mal puede provocar una crisis en todo el sistema, porque, de alguna manera, todos los protagonistas se han adaptado a este nuevo guion de su historia.  

Imagino que se puede hacer de muchas formas, pero a mí me sale hacer explícito mi personaje y pedir disculpas por la que he liado. Reconocer los motivos profesionales y personales que me han llevado hasta aquí, considerando que no soy más que un evento similar a otros muchos que ha sufrido esta familia.  

Y, ahora que nos ponemos, reclamar, cojones de nutria, que en las supervisiones volemos también hacia el cielo. Coño, que alguien nos ayude a dilucidar no sólo el papel que jugamos en el relato de la familia, sino las implicaciones y oportunidades que despierta en la trama, porque un nuevo jugador siempre puede aportar nuevas soluciones o estrategias; pero, sobre todo, puede situarse de una manera que, aunque honesta, sea lo más estimulante, beneficiosa y equilibradamente mentalizadora para todos los miembros de la familia.  

A que no lo hacéis. A que no.  

Pues, ¡brindemos, amigas y amigos! 

Por dormirse en el coche, por los muertos vivientes, los viajes astrales, las abducciones extraterrestres y la de dios es cristo.  


Referencias:  

WHITE, M. y EPSON, D. (1990). Medios Narrativos para fines terapéuticos. México: Paidós 

METCALF, L. (2019). Terapia narrativa centrada en soluciones. Bilbao: Descleé de Brouwer 


Gorka Saitua | educacion-familar.com 

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