[…] Cuando pierde su aire, se queda arrugada y tirada en el suelo. No puede levantarse y la gente la puede pisar, como si fuera un desperdicio. Y yo pienso, maldita sea, levántate, que todos dependemos de ti para estar bien y poder enfrentar el mundo. […]
Cuando ama se desinfla el mundo se vuelve gris y oscuro. No corre el viento, ni vuelan los pájaros, todo desaparece y yo me quedo solo, en medio del bosque, expuesto a los peligros.
Cuando pierde su aire, se queda arrugada y tirada en el suelo. No puede levantarse y la gente la puede pisar, como si fuera un desperdicio. Y yo pienso, maldita sea, levántate, que todos dependemos de ti para estar bien y poder enfrentar el mundo.
Cuando se desinfla, yo me hincho mucho más, hasta casi explotar, y le digo que me mire, que sí se puede, que tape sus pinchazos y que vuele alto. Porque la necesito en las corrientes de aire, bien arriba. Pero ella mira al cielo y aparta la mirada, pegándose más al suelo.
Cuando ocurre, estoy aterrorizado. Imagino que, en cualquier momento, puede pasar un barrendero y lanzarla a la basura. Podría no verla nunca más, y quedarme para siempre solo. Por eso le grito que sople dentro de sí misma, que se levante, que haga cualquier cosa, lo que sea, para huir de ese peligro.
A veces, ama me hace caso. Saca fuerzas de donde no las hay, grita, y alza el vuelo. Esto me gusta, de da la sensación de que sí se puede, de que es posible y de que va a sobrevivir por sus propios medios; pero, al rato, se posa agotada, con menos fuerza incluso, y agacha la cabeza. Una cabeza que ahora le pesa como un bloque de cemento.
Cuando le veo así, quiero apartarme de ella. Yo también me empiezo a desinflar, y la culpo de los pinchazos por donde se me escapa el aire. Un aire precioso, que necesito para volar, jugar, comer, aprender y estar a gusto con la gente que me importa.
Cuando ella ve que también me desinflo, hunde su cara en la tierra. Sabe que me está haciendo daño, y se promete hacer lo posible para recuperar las energías y provocarse el vuelo. Entonces, me promete que todo va a estar bien entre los dos, que se recuperará por completo, y hacemos planes fabulosos, excursiones, comidas, compras y todo lo que me gusta.
Pero yo ya no me lo creo.
Porque el día que toca disfrutar puede estar vacía, apagada como una televisión a oscuras, y todo su cuerpo grita “no puedo” y, si arranca hacia arriba, me acaba transmitiendo que estaría mejor en otro sitio, que la molesto.
Ama y yo estamos enfadados. A veces discutimos con fuerza. Ella cree que me irrita que no cumpla con sus promesas, que se esté convirtiendo en una mala madre. Pero yo no le veo igual. Lo que yo necesito es que reviva, que vuelva a volar, como la madre que recuerdo. Lo que pasa es que en casa hay algo muy serio en el ambiente, que se huele y se palpa, y que nos recuerda, a todas horas, que de lo que pasa no se habla, porque podíamos empeorar las cosas.
Mientras, ama pierde su aire, se eleva y se cae, y en cada caída aumenta el riesgo de acabar en la basura, con otras cosas que no sirven y que ensucian. Yo sé que a veces fantasea con ello, con estar ahí, entre papeles y envoltorios, y dejar de luchar por nosotros y por su vida. Eso me mata, porque yo la necesito junto a mí, aunque a veces la deje sola para conservar mi propio aire.
Aunque me sienta otro desperdicio por como la trato.
Porque no quiero acabar como ella. La he visto sufrir demasiado, y me da mucho miedo.
Quizás ama deba saber, algún día, que yo no estoy enfadado con ella, ni que la rechazo. A mí lo que me destruye por dentro son sus agujeros. Unos agujeros que no estaban ahí cuando nos empezamos a querer, y que quizás puedan desaparecer con el tiempo. Pero que, ahora, nos hacen la vida imposible, haciéndose presentes todo el rato.
Quizás, algún día, pueda decirle a ella que no es mi enemiga.
Que mi único enemigo son esos puntos casi invisibles por los que se le va el aire, a la vista de todo el mundo. Sin esperanza ni remedio.
Las niñas y niños tienen muchas formas de enfrentar o afrontar la depresión de sus progenitores. Ésta es una experiencia bastante común, pero no la única.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com