[…] Más es mejor implica la idea de que los profesionales sabemos más o somos más conscientes de la realidad que las personas directamente afectadas, porque para eso hemos estudiado, “somos neutrales” —nótese las comillas y mi carita de cabroncete—, mantenemos una “sana distancia” —me entra la risa tonta— y, entonces, podemos tener certeza sobre qué necesitan las personas, lo cual, nos da el derecho a imponerlo, por las buenas, con chantaje, o con un puñetazo en la mesa. […]
Existe un complejo de mitos que sustentan las estructuras de poder en las que ejercemos las y los profesionales. Son ideas que normalmente operan a nivel preconsciente o inconsciente, pero que tienen un potente impacto en nuestra labor profesional y, específicamente, en lo que nos permitimos o no pensar, lo que podemos o no ver o considerar, y en el tipo de relaciones que nos permitimos establecer con las personas a quienes acompañamos.
Los mitos profesionales son muy peligrosos, porque implican, normalmente una narrativa con un potencial retraumatizante hacia las personas que han sufrido eventos o vidas dolorosas y, en muchas ocasiones, acaban de legitimar el daño iatrogénico que provocamos como algo inevitable, un mal necesario o, lo que es peor, un beneficio para las personas con quienes nos relacionamos ejerciendo nuestro poder sobre ellas.
Estas creencias implícitas que estructuran nuestra actividad también sustentan gran parte de las críticas que recibe el sistema de protección a la infancia y los servicios sociales, y la desconfianza que generan, las cuales, aunque a alguna o alguno le pueda picar, muchas veces están más que justificadas.
Lo que debemos saber en relación a los mitos es que cumplen una función importante para las personas que las sostenemos. Esta función, ordinariamente, tiene que ver con que nos reportan seguridad y, si me apuras un poquito, también sirven de argamasa para cimentar y consolidar las estructuras de poder en las que estamos inmersos, que tienen una estructura piramidal, donde en la cumbre están los políticos, que son intocables e incuestionables, y en la base las personas más vulnerables a las que acompañamos.
Reconocer esta realidad es muy importante porque, como todas y todos sabéis, cuando existe un conflicto de intereses entre los de arriba y los de abajo, se pone en marcha todo el potencial represivo del sistema del que formamos parte, para defender los intereses del poder, en contra de las personas más vulnerables, incluida la infancia.
Dicho esto, que no es poco, me apetece centrarme en uno de esos mitos que considero especialmente dañinos, tanto para las personas “beneficiarias” de nuestra intervención, como para las propias figuras profesionales: el mito de que más es mejor, o que, a mayor gravedad de los problemas es necesario implementar más recursos y/o de manera más intensa.
Pero, entes de que alguien me suelte un chancletazo en toda la jeta, dejadme decir que tampoco estoy defendiendo lo contrario. Menos tampoco es necesariamente mejor. Sólo digo que hay que tratar de mirar más allá, considerando la complejidad intrínseca a las personas y los sistemas donde se relacionan.
Pero vamos por partes, como las integrales.
¿Por qué defiendo que esa idea hace tanto daño a todo el mundo?
Pues, lo primero, por la narrativa que habitualmente hay tras ella. A ver si te suena.
Más es mejor implica la idea de que los profesionales sabemos más o somos más conscientes de la realidad que las personas directamente afectadas, porque para eso hemos estudiado, “somos neutrales” —nótese las comillas y mi carita de cabroncete—, mantenemos una “sana distancia” —me entra la risa tonta— y, entonces, podemos tener certeza sobre qué necesitan las personas, lo cual, nos da el derecho a imponerlo, por las buenas, con chantaje, o con un puñetazo en la mesa.
Visto así, se hace evidente que este tipo de premisas atentan frontalmente y sin remilgos contra el sentido de agencia de las personas. Esto es, la capacidad que tienen de sentirse protagonistas de su propia historia y capaces de tomar decisiones y obrar los cambios que necesitan.
Esto es terrible para las personas que han sufrido trauma o trauma complejo, porque cualquier intervención eficaz pasa necesariamente por restaurar justo esto: su sentido de agencia, que es lo primero que destruye el trauma y lo primero que exigimos las y los profesionales de los servicios sociales a caraperro, sin entender que estamos en contacto con personas que, sencillamente, no pueden sentirse —todavía— protagonistas de su vida, ni competentes para cambiar nada.
El mito de más es mejor implica, además, varios golpes. Igual te suenan:
El primero es la sobreexigencia. Es decir, exigir a las personas que cambien en los tiempos establecidos por las administraciones competentes o en los plazos que tienen nuestros programas. A fin de cuentas, implementar recursos en exceso, o dar más intensidad a los tratamientos, traslada un mensaje emponzoñado: “lo estamos poniendo todo a tu disposición, para que te des prisa”.
El segundo, las relaciones impuestas. Trabajamos con personas que, en muchas ocasiones, están abrumadas por la desconfianza. Y, a pesar de ello, les ponemos un educador familiar, un psicólogo, un trabajador social, asistencia a estimulación temprana y la de dios es cristo, sin tener en cuenta que no tienen la posibilidad de elegir —como debería ser su derecho, y como es el derecho del resto de la población— los profesionales que les asisten. Creamos así entramados profesionales en los hablamos de las personas, pero sin las personas, y sin considerar, casi en ningún caso, el estrés que les estamos generando un montón de gente que con suerte aceptan con resignación, y sin ella detestan como un grano en el culo. Porque lo somos.
El tercero, el sometimiento. En estas condiciones, lo natural es que uno se quede como las vacas cuando ven pasar el tren, con cara de imbécil. Pero con el añadido de que esa cara de bobos puede utilizarse en su contra, en plan, oye, mira, colega de profesión, qué poca garra, qué poca sangre, no está haciendo nada.
El cuarto, las comparaciones odiosas. Para muchas de las personas con quienes trabajamos es un tormento relacionarse con profesionales. Y no es para menos, los miramos de arriba abajo, desde el privilegio que implica tener la barriga llena, la casa pagada y ninguna amenaza grave con la que luchar, porque, al contrario que ellas y ellos, somos cojonudos. En estas condiciones, es comprensible, que se sientan de otro planeta, de un mundo mucho peor, y con la incapacidad o imposibilidad de dar la talla. Todo ello con el añadido ponerles y ponerles recursos que no han pedido, lo que les conecta, más si cabe, con la incapacidad o la imposición de etiquetas, que imaginad cómo puede revolver su pasado.
El quinto, la amenaza. No olvidemos que los servicios sociales somos, en gran medida, estructuras coercitivas porque, aunque intentemos justificar nuestras intervenciones con la firma de consentimientos, la gente sabe que, en caso de no cumplir, podemos obrar en su contra, bien derivando los casos, asumiendo medidas de protección o condicionando la recepción de ayudas sociales. Y hay un patrón que se cumple: cuantos más recursos se implementen, más cerca están las personas de esas medidas sancionadoras. Dese mi punto de vista, está bastante claro, si se implementan muchos recursos y no funcionan, poco más se puede hacer, salvo recurrir a medidas de presión o sancionadoras.
Pero es que igual, colegas, somos nosotros el problema.
Pero igual, lo que más me jode, me preocupa y me acalora, es que más es mejor implica una concepción lineal de los problemas que afectan a las personas, así como una metafísica aristotélica en la que existe una relación necesaria entre causas y consecuencias, cosa de largo superada por algo tan común en nuestras profesiones como la teoría sistémica. Los procesos en los que intervenimos son complejos, las relaciones son circulares, y las hipótesis implican necesariamente cierta imposición de nuestra realidad en la realidad de las personas, es decir, que es necesaria una teoría crítica que implique tanto un análisis de las estructuras de poder, como de las condiciones materiales que sustentan el hecho de que unos puedan imponerse sobre otros.
Ni qué decir que eso no lo veo.
Y eso es lo que está en la base de este mito tan extendido. Porque, si los profesionales somos competentes para analizar la realidad e imponer lo que a otras personas les conviene, quedamos en un lugar excelente, fenomenal, en el que no sólo somos super listos y super necesarios, sino también unos santos a los que no se puede tocar, porque, hagan lo que hagan, son muy güenos.
Música de misa, producción.
Nos encanta ser esos héroes sacrificados, que lo dan todo por los demás, sin quejarse demasiado de la miseria de su sueldo. El mito del santo que da y da, sin pedir nada a cambio. Pero eso, ¿en qué lugar deja a las personas con quienes nos relacionamos?
Pero, no sé, a la vista de los resultados y de las mierdas que hacemos… igual no somos tan importantes, tan guapos, ni tan necesarios.
Hostia, ¿y por qué siento yo tanta paz al decir eso?
Lecturas relacionadas:
«Porqué importan las historias», por Francisco Javier Aznar Alarcón, psicólogo clínico: http://www.buenostratos.com/2020/05/porque-importan-las-historias-por.html
“La restauración de la competencia narrativa del trauma. Análisis de un caso clínico”. F. Javier Aznar Alarcón. Revista aperturas psicoanalíticas:
Gorka Saitua | educacion-familiar.com