La tragedia del trauma: el trauma de la tragedia 

[…] Pero, en ese volantazo para salvar la vida, en ese frenazo para evitar el camión de delante, no se da cuenta de que sigue apretando con fuerza el acelerador, porque su propia historia, algún día, le dijo que en los malos momentos el motor debe ir a full de energía, sin considerar el estado del tráfico ni la inclinación de la calzada, en plan písale, cabronazo, que nos va en ello la vida. […] 

Alberto se levantó con muy mala gana. Apenas tenía fuerzas y lo único que quería era quedarse en la cama.  

«Madre mía, ¿qué me está pasando?», «¿Estoy deprimido?», «¡No puede ser!, «¡Que no se entere mi hijo!», «¡Tengo que ponerme bien enseguida!». 

Alberto, que está divorciado, se levanta de la cama haciendo un esfuerzo formidable y escucha los pasos de su hijo por la casa. A duras penas, le prepara el desayuno y hace un esfuerzo tremendo para que no se le note. Pero, llegados a un determinado punto, el niño le tira de la camiseta.  

«Ya está, maldita sea. Se ha enterado de que estoy mal y está respondiendo a mi malestar con el suyo». Es decirse eso, y sentir cómo cae a un pozo muy profundo… un agujero negro, frío, sucio y sombrío, en el que no hay nada, y donde va a estar condenado a permanecer el resto del día. Como tantas otras ocasiones: sólo, impotente y hundido, reprochándose no poder con lo que tantos otros padres pueden, y culpándose por hacer daño a su hijo.  

Lo que activamos cuando sentimos que perdemos el control suele estar relacionado con la forma de protegernos del daño que nos hicieron nuestros referentes más significativos.  

Alberto fue a su vez hijo de un padre ausente y una madre con un trastorno grave de la personalidad, por quien fue sistemáticamente maltratado. Para protegerse del abandono y al maltrato, asumió una postura vital: criticar severamente a su madre, imaginando el trato que merecía pero que ella no le podía dar, desde la rabia más absoluta, desconfiando de cualquier ayuda que pueda depararle el mundo.  

«Soy mejor que tú, por mucho que me acuses de lo contrario.» 

Para Alberto, protegerse del dolor es sinónimo de lucha. Y cuanto más dolor siente, más autosuficiente y fuerte tiende a hacerse, porque en su mente preconsciente “las buenas personas abandonan” y “las malas no tienen límite”. Ésta es una forma de protección muy válida cuando uno está sólo y siendo maltratado; pero las cosas cambian del todo cuando, siendo padre divorciado, la soledad no es una opción y el principal foco de dolor está en uno mismo.  

Porque todas y todos tendemos a reproducir con nosotros mismos el trato que hemos recibido por parte de las personas que, en su día, tuvieron la responsabilidad de cuidarnos. Es lo que nos resulta familiar y lo único que pudo darnos seguridad en tiempos difíciles. Por eso, cuando Alberto se siente caer, con ansiedad, angustia y un nudo en el estómago, activa los mismos patrones de relación que le sirvieron contra el dolor que le habían generado sus propios progenitores: «tengo que luchar yo sólo por mi vida». Sólo que ahora no hay más peligro que el recuerdo codificado en el cuerpo de esa amenaza o peligro.  

Y es eso, justo eso, lo que le está matando, llevando a su sistema nervioso a cotas de estrés intolerable. Como si llevara el cuentavueltas todo el rato al rojo, llega un momento de quiebre, en el que saltan todas las bielas, se le quema la culata, y todo el sistema analógico y digital colapsa, llevándose a quien sea por delante, dejándole tirado en medio de la carretera.  

Pero, en ese volantazo para salvar la vida, en ese frenazo para evitar el camión de delante, no se da cuenta de que sigue apretando con fuerza el acelerador, porque su propia historia, algún día, le dijo que en los malos momentos el motor debe ir a full de energía, sin considerar el estado del tráfico ni la inclinación de la calzada, en plan písale, cabronazo, que nos va en ello la vida.  

Muchos cuadros de depresión y ansiedad en padres y madres tienen que ver con esto. Sin saberlo, reproducimos con nosotros mismos los mismos patrones de relación que nos protegieron de las personas que, a pesar de tener la obligación de protegernos, también se convirtieron en nuestros enemigos. Unos enemigos de quienes no pudimos diferenciarnos, porque para sobrevivir necesitábamos ese vínculo. Por eso, ahora, reaccionamos de la misma manera a esas sensaciones que quedaron atoradas en nuestro interior, y que siguen relacionadas con el abandono, la negligencia o el maltrato que en su día sufrimos.  

Porque nuestra neurocepción traumática no sabe nada de los cambios de contexto ni del paso del tiempo, activándose a como un resorte cuando aparecen determinadas sensaciones en el cuerpo.  

Lo bueno es que, para personas como Alberto, hay cierta esperanza. No os voy a engañar, no es fácil, no es un camino de rosas. Implica duelos, la irrupción de fantasmas y, ordinariamente, un severo esfuerzo por cambiar los patrones de funcionamiento internos y externos, explorando nuevas formas de regulación emocional, hasta hacerlas ¡plás! automáticas.  

Y lo normal es desconfiar de que se puede, porque el trauma nos invita justo a eso, a seguir reproduciendo los únicos patrones de relación que nos dan seguridad porque no hay nada en el horizonte que pueda dar esperanza, salvo, quizás, un punto, un pixel, que no significa casi nada. Pues hasta allí es donde vamos a ir juntos, de la mano, a ver qué pasa.  

Total, lo peor que puede pasar es que nos quedemos igual.  

Y lo mejor es que mejore la propia calidad de vida y la de quien más se quiere. Porque alguien, al otro lado, puede estar sintiéndose abandonado y maltratado, tal y como Alberto se sintió de pequeño. Porque así es la tragedia del trauma. Un canto que nos recuerda que, cuanto más intentamos luchar contra nuestra realidad, más nos acercamos a reproducirla en las generaciones siguientes.  

Pero el final no está escrito.  

Depende de una y de uno mismo.  

De la curiosidad y de la compasión que pueda orientar hacia el propio interior, a su ritmo.  


Lecturas relacionadas:  

BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica 

BERASTEGI, A. y PITILLAS, C. (2018). Primera alianza: fortalecer y reparar los vínculos tempranos. Barcelona: Gedisa 

GONZÁLEZ, A. (2020). Lo bueno de tener un mal día. Cómo cuidar de nuestras emociones para estar mejor. Barcelona: Planeta 

VAN DER KOLK. B, (2015). El cuerpo lleva la cuenta. Eleftheria: Barcelona 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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