Los pilares de la ley del silencio 

[…] Llamamos ley del silencio a una forma específica de manejar la disciplina —es decir, la voluntad de lograr que los demás hagan lo que nosotros necesitamos, creemos que es bueno, nos interesa o deseamos— que pasa por retirar la palabra a una persona con la esperanza de que sienta la presión del grupo, recapacite, y cambie su forma de pensar, su actitud o su conducta. […] 

Hay familias que son máquinas prodigiosas de crear apegos gravemente inseguros o desorganizados, a través de actitudes bastante llamativas como, por ejemplo, la ley del silencio.  

Llamamos ley del silencio a una forma específica de manejar la disciplina —es decir, la voluntad de lograr que los demás hagan lo que nosotros necesitamos, creemos que es bueno, nos interesa o deseamos— que pasa por retirar la palabra a una persona con la esperanza de que sienta la presión del grupo, recapacite, y cambie su forma de pensar, su actitud o su conducta.  

A pesar de lo que puedan decir los que la practican, la ley del silencio es una forma de maltrato grave, que tiene importantes consecuencias para el desarrollo psicoafectivo de la infancia. Cuando a una niña o a un niño se le retira la palabra y se hace como si no existiera, se le está obligando a protegerse del sufrimiento de con un conglomerado de recursos cerrado, que suele ser casi siempre el mismo: la ruptura de las relaciones, la renuncia a la confianza, y el desarrollo de la autosuficiencia como forma de protegerse de la mirada de esas personas que le devuelven que no es nada.  

La cosa se pone todavía más chunga, cuando a las niñas y niños se les pide que hagan algo imposible como, por ejemplo, mostrar de buen gusto y de manera espontánea, amor y afecto hacia las personas que los maltratan. En estos casos —que no son excepcionales—, la mente tiende a quebrarse de manera disociativa, con todo el riesgo que eso conlleva, dado que resulta intolerable e imposible cumplir con ese doble vínculo, que se refleja en dos demandas incompatibles: tienes que vincularte espontáneamente hacia mí en el momento en el que estoy negando tu existencia y la relación contigo.  

Desde una postura tradicional de la intervención educativa familiar, las personas que aplican la ley del silencio a sus hijas e hijos, necesitan principalmente ver el daño que esto les hace; porque, si toman conciencia de ello, seguramente traten de hacer las cosas de otra manera.  

Sin embargo, la realidad suele ser mucho más compleja. Porque la ley del silencio suele ser sintomática o un indicador de determinados modelos de familia en los que la única forma de ejercer la disciplina pasa por la amenaza de expulsión y ahí hay mucha chica que rascar, como veremos.  

Por ejemplo, uno de los modelos de familia que mayor tendencia tienen a amenazar con el ostracismo y aplicar la ley del silencio, es el de la familia sacrificante. Un sistema complejo ordenado por la idea de que, para ser parte del mismo, las personas tienen que dar sin esperar ni recibir nada a cambio.  

En este modelo de familia se realiza una continua evaluación de la balanza en la que se pesa lo que se da y lo que se recibe y, si se decanta hacia la derecha, las personas obtienen un estatus, un reconocimiento y un lugar en los escalafones más altos; pero, si se decanta hacia la izquierda, y uno cae en el saco de los que “reciben sin dar suficiente”, se arriesga a sufrir esa expulsión simbólica que es la retirada de la palabra y la negación de la propia existencia, mientras se ensalza al hermano, el cónyuge o a la abuela que fuma en pipa, como un ejemplo a seguir en la propia cara.  

En las familias sacrificantes, tipo la que se refleja en la película Encanto, suele existir muchísimo miedo. Un miedo que se ha ido haciendo más y más fuerte entre generaciones y que se manifiesta en la incapacidad de sus miembros para reconocer sus estados de ánimo y sus emociones. Es como si, debajo de todo eso, subyaciera la idea de que “hablar de lo que sentimos es peligroso” y puede desatar monstruos ingobernables para la familia.  

Y razón no les falta. Estos modelos de familia son especialmente proclives a crear trastornos de la personalidad o, en los casos más graves, cuadros psicóticos, porque las personas a quienes se les coloca una y otra vez, de manera sistemática, como chivos expiatorios, pueden acabar en la exclusión más absoluta, al resultarles imposible confiar en los demás o en las personas que han negado su mente, sus circunstancias, su dolor y su existencia.  

Y creo que, con esto, se explica lo que estamos hablando. Porque, como podéis ver, concurren tres elementos rígidos que son clave: la necesidad de dar, la incapacidad de recibir (permitir ser cuidado), y el miedo a hablar de lo que nos pasa por dentro, o de lo que ocurre entre los miembros de la familia. Y todo ello aderezado con la incapacidad de acordar o imponer unas normas más o menos rígidas, porque la premisa, detrás de todo esto, es que las personas que reciben deben reconocer el esfuerzo y el sacrificio de las que dan, a través de la lealtad que se expresa tratando de imitar su postura.  

¿Qué pasaría, entonces, si de la noche a la mañana dejaran de aplicar la ley del silencio? ¿En qué lugar quedarían? 

¿Cómo manejar en estas circunstancias la disciplina? 

¿Cómo lograr, entonces, que las niñas y los niños vayan por buen camino? 

Derribar la ley del silencio no es, como dirían algunas y algunos colegas, cosa de decir a las personas que la están cagando y mirar a otro sitio. Implica un esfuerzo de todos los miembros por romper los mitos que sostienen esta estructura. Que todos están bien, salvo el chivo expiatorio, que es un caradura; que la culpa de todo la tiene el Jonny, que es un desagradecido; que todo se arreglará de forma mágica, cuando quien ha caído en desgracia reconozca el esfuerzo y el sacrificio que se está haciendo por él, y cambie de rumbo para ser como el resto. Cosa que nunca va a pasar porque nadie puede reconocer el valor de quien le está negando la palabra, la pertenencia y la existencia.  

E implica un esfuerzo conjunto para empezar a ver, todos de la mano, de dónde viene esa idea de que Cthulhu va a salir del fondo del mar si contamos lo que nos pasa, dejando que los demás actúen libremente y a su manera, comprendiendo en profundidad cómo nos sentimos o lo que hemos vivido.  

Porque, cuando eso pasa, las personas cambian su narrativa. Y se dan cuenta de que lo peligroso no era hablar de nosotros, de nuestras emociones o de cómo nos relacionamos. Sino la exigencia implícita que siempre se ha enraizado con ello, y que ha motivado que sentir y sentirse implique, casi siempre, un maldito reproche, un medir la balanza o una serie de comparaciones odiosas.  

Como diría Luisa de Encanto, peso… mucho peso.  


Lecturas complementarias:  

MINUCHIN, S. (1998). Calidoscopio familiar. Barcelona: Paidós 

NARDONE, G.; GIANNOTTI, E. y ROCHI, R. (2012) Modelos de Familia. Conocer y resolver los problemas entre padres e hijos. Barcelona: Herder 

NARDONE, G. (2015). Ayudar a los padres a ayudar a los hijos: problemas y soluciones para el ciclo de la vida. Barcelona: Herder 

WHITE, M. y EPSON, D. (1990). Medios Narrativos para fines terapéuticos. México: Paidós 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com  

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