Núcleos desorganizados en el sistema de apego 

[…] Pero es que, claro, ¿cómo puede una persona sentir calma o seguridad, cuando esas mismas sensaciones activan una sensación de amenaza o peligro? […] 

Los progenitores que han sido víctimas de violencia en su infancia, muy a menudo, sufren de un yuxtaposición en sus emociones, especialmente en los momentos que implican proximidad afectiva con sus hijas o hijos.  

«Mira, Gorka, es que no sé qué me pasa. Cuando ella se acerca, puedo sentir mucha paz y alegría, pero al momento hay algo en mí que se activa y me impulsa a rechazarla. Luchar contra esas sensaciones es horroroso porque, cuanto más me esfuerzo por ser racional y mantenerlo al margen, más ganas tengo de escapar de esa situación y más culpable me siento.» 

Es evidente que este relato tiene implicaciones de cara a la experiencia de su hija. Porque, si la madre se siente así, es probable que, directa o indirectamente, traslade dicha experiencia a ella, quien probablemente se sienta, a la vez, aceptada y rechazada —o, en el peor de los casos, violentada— reproduciéndose así, como un organismo autónomo, el mismo dolor en las generaciones venideras.  

Es lo que llamamos núcleos desorganizados en el sistema de apego. Que pueden aparecer como heridas sangrantes, incluso en vidas marcadas por experiencias suficientemente seguras.  

«¿Qué le pasa a mi madre conmigo?» 

«¿No le gusto?» 

«¿No soy suficientemente agradable para ella?» 

El problema es que las niñas y niños no pueden renunciar a vincularse con sus padres, madres o cuidadores de referencia. Porque si así fuera, quedarían expuestos a la intemperie y a todos sus peligros. Lo que ocurre, entonces, es que la vinculación se ensucia, y a las experiencias agradables de cuidado, protección y placer, se le une la necesidad de protegerse, porque a más cercanía afectiva, más riesgo de sufrir un daño por parte de las personas que, precisamente, deberían reconfortar y proteger del sufrimiento.  

Estas experiencias —cuanto más tempranas, peor— son el sustrato sobre el que se construyen graves patologías relacionadas con la salud mental, muchas de las cuales, están relacionadas con las dificultades que las personas tienen para gestionar sus propios estados de ánimo.  

Pero es que, claro, ¿cómo puede una persona sentir calma o seguridad, cuando esas mismas sensaciones activan una sensación de amenaza o peligro? 

Lamentablemente, esto de lo que estoy hablando no es tan extraño como pudiera parecer. La realidad es que muchos padres, muchas madres, e incluso muchos profesionales están afectados, en diferente medida, por esta desorganización interna. Así, se reproducen experiencias compartidas por muchas personas:  

«Si soy complaciente con él, me siento culpable.» 

«Si me paro a descansar, hay algo dentro de mí que me dice que no valgo nada.» 

«Si intimo con mi hijo, siento que va a invadirme o traspasar mis límites.» 

«Cuando juego con mi hija, me abruma el aburrimiento y con él la sensación de que debería hacer cosas de adultos.» 

«Cuando mi hijo me abraza siento que no me lo merezco.» 

«Si me confía algo importante para él, siento que me está engañando.» 

Etc.  

Es importante reconocer que todas estas experiencias tienen el mismo sustrato de base, que son las experiencias adversas en la infancia u adolescencia. Momentos de la propia historia en los que no se pudo sentir seguridad con las figuras que tenía el deber de cuidar y proteger porque, conscientes o no, se habían convertido en una fuente de inseguridad, peligro o amenaza.  

Y es en base a esto como se puede organizar un trabajo eficaz que permita ir, poco a poco y con la debida paciencia, desenredando esos nudos.  

Pero, ¿cómo? 

Esto es lo que me interesa, que sintáis algo de esperanza porque, sí, en efecto, hay un camino.  

Un camino que, en un primer momento pasa por detectar, potenciar y estabilizar los recursos internos de la persona, porque en el proceso, inevitablemente, se van a remover cosas, y es importante que confíe en el poder del autocuidado y de la petición de ayuda a personas de su confianza.  

Luego, por crear las condiciones relacionales y narrativas con la familia que les permita articular los cuidados en caso de que las cosas se compliquen, o alguien sienta cosas que puedan desbordar su ventana de tolerancia.  

Más tarde, quizás, llegue el momento de sentir, sostener y describir qué pasa dentro de uno mismo, y poner nombre a esas emociones. Porque ponerles nombre es el primer paso para ir elaborando una narrativa comprensiva acerca de lo que está pasando.  

Es importante, entonces, que aprendamos a tolerar esas sensaciones en el cuerpo. Porque eso nos llevará no sólo a familiarizarnos con ellas, sino también a incrementar nuestra capacidad para tolerarlas, y encontrarles un significado.  

Luego, tocará separar las sensaciones de placer y de peligro. Entendiendo, poco a poco, que las sensaciones de placer, probablemente, tienen que ver con el presente, y que las sensaciones de peligro están vinculadas a otro tiempo y espacio. Esta capacidad para diferenciar ambas experiencias es, ya de por sí, un importante factor de protección para nuestros hijos, porque permite que nos regulemos mejor desde la autocompasión y, además, facilita la reparación del daño.  

«Vale, cuanto mi hijo se acerca siento rechazo. Pero este rechazo no está relacionado con él sino con la experiencia que en el pasado tuve con un padre demasiado invasivo. Pobrecito mi hijo, la que se ha comido.» 

En un nivel pro, la idea es regresar a las experiencias dolorosas que dan lugar a la sobreacivación del sistema de protección (simpático o parasimático), recordarlas, revivirlas, y permitir su regulación afectiva, esta vez, con la compañía de la persona adulta en quien nos hemos convertido. Porque este volver al pasado con recursos y acompañados, es la mejor forma de darnos a nosotras y nosotros mismos el trato que nos faltó y, de paso, empezar a disfrutar de verdad del trato que necesitan nuestras hijas e hijos.  

Porque siempre hubo y habrá paralelismos entre cómo nos sentimos nosotros y cómo hacemos sentir a nuestras hijas e hijos.  

La última parte, a pesar de lo que pueda parecer, no más fácil, consiste en dar un lugar a esas experiencias de alivio, más agradables, para que puedan encontrar su lugar en el cuerpo, sintiendo muy de cerca los cambios que se han producido en nuestra forma de sentir y gestionar las emociones, estabilizando el sistema en un equilibrio mejor y más satisfactorio.  

¿Qué va a doler? Sí, claro. Pero a unos niveles que puedas soportar. Por eso es tan importante que estés acompañado de buenos profesionales, que sepan cuidar y dar valor al cuidado que te vas dando a ti mismo.  

Porque lo que duele y desespera de verdad, es sentir que las cosas están mal y no podemos hacer nada para evitarlo.  

La impotencia y la desesperanza es el trauma.  

Hacer algo con esperanza es dar un gran paso en el camino.  


Lecturas relacionadas:  

BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica 

BARUDY, J. y DANTAGNAN, M. (2010). Los desafíos invisibles de ser padre o madre. Barcelona: Gedisa 

DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria 

GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon 

PITILLAS, C. (2021). El daño que se hereda. Comprender y abordar la transmisión intergeneracional del trauma. Bilbao: Descelee de Brouwer 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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