Lo que [nos] comunica el síntoma 

[…] Por supuesto, su conducta era objeto de reproche entre los diferentes profesionales que rodeaban a la familia que se sentían preocupados, comprometidos o violentados, según el caso. Que si ya le vale, que si menuda irresponsable, o que si los hongos crecen en los árboles. Tú ya me entiendes, con las actitudes coherentes con todo esto: vamos a vigilar más o que le den morcilla, según el momento. […] 

Qué cosas pasan.  

Hace unos días, me estuvo consultando un compañero sobre un caso.  

Lo sorprendente era que la mujer había optado por dejar de lado su medicación psiquiátrica —trankimacín, creo— y volver a consumir cocaína. Pero de tapadillo, claro, sin que se entere nadie.  

Vaya, no jodas.  

Por supuesto, su conducta era objeto de reproche entre los diferentes profesionales que rodeaban a la familia que se sentían preocupados, comprometidos o violentados, según el caso. Que si ya le vale, que si menuda irresponsable, o que si los hongos crecen en los árboles. Tú ya me entiendes, con las actitudes coherentes con todo esto: vamos a vigilar más o que le den morcilla, según el momento.  

Pero este compañero y yo nos paramos a ver qué narices significaba todo esto. A fin de cuentas, es llamativo que una persona deje una medicación y se de a la droga, con todas las implicaciones que tiene eso.  

Abro paréntesis: a veces se nos olvida que la gente ni es mala ni es imbécil, sólo se protege como puede de los sucesos amenazantes de fuera o de dentro.  

En pocos minutos formulamos una hipótesis plausible.  

Aviso a navegantes. Hipótesis no implica certeza. Certeza sólo hay algo cuando nuestras intervenciones articulan buenos resultados. Pero de algo hay que partir, que, si no, no avanzamos. 

Plausible, para los que no seáis entendidos en la materia, significa que puede corresponderse con la realidad y que no es tan dañina con las personas a quienes acompañamos.  

Sobre todo, lo segundo.  

Creo que podré explicarme, aunque tengo que resumir mucho:  

La cosa es que esta mujer no vivía sola, sino que tenía un hijo a cargo. Y ese hijo estaba afectado por una discapacidad que impedía significativamente su movilidad. Pero, además, ese hijo había sido abandonado por su padre —como tantas veces pasa— cuando todavía era un niño, prometiéndole el oro, el moro y lo que es mucho más valioso: visitas, que nunca cumplía.  

Imaginad los sentimientos del chico: soy defectuoso, no soy válido, no soy digno de afecto, etc. 

En este escenario, el adolescente se había protegido del abandono de la forma natural para el cuerpo: rechazando a su padre y, generalizadamente, cualquier trato con personas cuya propuesta de relación pase por un vínculo cercano y estable.  

Nos preguntamos, entonces, qué impacto podría tener el trankimacín en esta ecología relacional, formada por una madre ansiosa, sobrepasada por la vida, y con un potente sentimiento de incapacidad y culpa, y un adolescente que se protegía con la distancia y el rechazo. Y la primera pista nos la dio la propia madre, que había señalado daba por finalizado el tratamiento porque la dejaba “atontada”.  

Claro es que era una medicina para eso.  

Dejar atontada a una madre sobrepasada, que se protege desde la autoexigencia, no es una buena idea, entre otras cosas, porque estamos comprometiendo sus recursos para la supervivencia; pero más grave es, si cabe, si esta madre debe responsabilizarse de un hijo con una herida de abandono, especialmente sensible a las señales de indiferencia por parte de terceros.  

No digo ninguna burrada, ¿no? 

Porque este chico herido, al observar que su madre estaba menos disponible, seguramente habría actuando potenciando su actitud protectora: el rechazo, la indiferencia, y el bloqueo de cuidados, reportándole indirectamente a la madre la sensación de que ha perdido el control y, lo que es peor, que está perdiendo a su hijo.  

Normal que vuelva a la farlopa.  

La tiene a tiro, ataca la vergüenza, da una sensación de poder que te cagas, y lleva a la hiperactividad, a la sociabilidad y a cierta conexión percibida, cosa que es mucho más cercana a lo que su hijo, sin duda necesita. Eso sí, con un efecto rebote que te cagas y que obliga a seguir consumiendo la sustancia. Así que no es buena idea.  

Siempre lo digo. El síntoma cumple muchas funciones y, entre ellas, está comunicarnos a nosotras y nosotros, los profesionales, la línea que debe seguir nuestra intervención, porque es un recurso desesperado para satisfacer determinadas necesidades.  

En este caso, una forma desesperada de mantener cierta conexión sentida con un hijo que, gracias a nuestras “maravillosas” intervenciones profesionales, se le escapaba.  

Cuidemos el síntoma. Luchar contra él no sirve para nada.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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