El jueves estuve en la Universidad de Deusto, dando una conferencia para los alumnos que se van a incorporar al mundo laboral. Entonces, una alumna me preguntó: «Oye, Gorka, ¿y tú cómo haces para empatizar con las personas que han hecho daño a sus hijos? Me refiero a cosas graves como, por ejemplo, el maltrato físico o el abuso sexual.»
El pasado jueves estuve en la Universidad de Deusto. Se me pidió trasladar a las alumnas y alumnos de último curso la realidad de la intervención educativa familiar, en toda su crudeza, para que vayan anticipando la realidad en la que van a ser actores, testigos y protagonistas.
Fue una experiencia muy buena porque, a través de un ejercicio inicial, ellos y ellas pudieron situarse como personas que se protegen de la vergüenza, y desde allí, pudieron entender lo complicado que es el trabajo con las resistencias.
En ese contexto, de conexión con la realidad, una alumna me preguntó:
«Oye, Gorka, ¿y tú cómo haces para empatizar con las personas que han hecho daño a sus hijos? Me refiero a cosas graves como, por ejemplo, el maltrato físico o el abuso sexual.»
Creo que no había pregunta más procedente.
Lo primero que que recuerdo decir es que, a veces, no lo consigo. Que yo mismo tengo aspectos de mi historia todavía sin resolver y que, cuando un caso me da en ese talón de Aquiles, paso a “modo protección”, y me separo de los demás.
Y que no me da ninguna vergüenza decirlo, porque esto nos pasa a todas y todos los profesionales. Hay casos con los que no deberíamos trabajar, y es un acto de valentía y honestidad hacerlo explícito para cuidarnos, protegernos y atender profesionalmente a las personas y familias con las que nos toca trabajar.
Ojalá normalizásemos rechazar los casos con los que sentimos que lo vamos a hacer mal.
Lo segundo es que debemos aceptar que “lo que nos toca” no tiene tanto que ver con lo grave de la situación, como con nuestra propia vulnerabilidad. Por ejemplo, yo no tengo problemas en trabajar con los ejemplos que ella me puso. No he sufrido agresiones físicas, ni abuso sexual por parte de las personas que tenían el encargo de cuidarme y protegerme, y eso sólo despierta en mí en reparo o el rechazo “normal”.
Sin embargo, hay cosas aparentemente más leves que me llevan a sacar las púas. Por ejemplo, sentirme perseguido, vigilado y cuestionado como profesional. O agredido a través de la mentira o la comunicación perversa.
Eso sí.
Hasta hace poco me convertía en un animal.
Ahora, gracias a mi propio proceso terapéutico, lo llevo mucho mejor. Me sigue afectando, claro, pero lo tengo identificado como una bola en el pecho, aquí, que me lleva a pasar al acto, sin pensar en nada más; pero sé como me lo puedo cuidar.
A veces, claro, toca pedir ayuda, porque solos no nos podemos autorregular. Y, en eso, juega un papel clave el equipo, y sus relaciones y el lugar que ocupemos dentro de él. Si disponemos [o no] de personas que nos sirvan de base segura a las que podamos recurrir. O de las personas que nos hayamos buscado fuera para estar bien: la supervisión externa, o la terapia personal.
Por último dije —creo recordar— que yo no empatizaba con el adulto que hacía daño, sino con la niña o el niño que se protege dentro de él. Que, por eso, cuando exploraba una familia, hacía especial hincapié en la historia de crianza de las figuras que, ahora, tienen que cuidar, elaborando un genograma trigeneracional, en el que las relaciones de estos padres y madres, con los abuelos y abuelas, con los tíos y las tías, tienen la misma importancia que las existentes en la familia nuclear.
Es ahí cuando me acerco y veo al niño o la niña que sufre y que, a fecha de hoy, sigue articulando las mismas defensas para sentir que es mirado, sentido, fuerte, cuidado, protegido o puesto en valor. Lo veo temblar y sufrir, ponerse rígido e irse al caos, sintiendo en trauma presente en su cuerpo, como si hubiera pasado ayer.
Es a esa niña o a ese niño herido al que atiendo, cuido y trato de proteger, dándole la respuesta empática y protectora que siento que todavía necesita; y, cuando acierto, veo las lágrimas caer.
Cuando se ve a la niña o al niño que sufre, poco importa lo que haga para no conectar con su vulnerabilidad.
Pero, para eso, tengo que estar yo bien. Saber como cuidarme para sacar el máximo partido a mis recursos de regulación emocional. Sentir en mis propias carnes el buen trato del que —ojalá— van a disfrutar las personas a las que me toca acompañar. Por eso, mantengo mi propio trabajo terapéutico, con regularidad mensual.
Vale. Lo reconozco. No le respondí tan bien. Por eso lo quería explicar aquí.
Y tú, ¿cómo lo haces?
En este blog «caminamos a hombros de gigantes». La mayor parte de las ideas expuestas se basan en nuestra bibliografía de referencia.

Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, puedes ponerte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com