—Ojalá él pudiera sentir lo que tú sientes cuando lloras ¿verdad? —respondí, pasado un tiempo…
—¿Puedo pedirte una cosa? —le pregunté—. Siéntete libre para decirme que no, si estás en desacuerdo.
Calló y asintió.
—¿Le dejarías ir a su habitación?
—Claro —respondió secamente—. Él es el que ha venido, y nadie le obliga a estar aquí.
Si yo lo había sentido como una tortura, no quiero saber cómo lo estaba pasando su hijo, de 15 años. Habían sido 20 minutos horrorosos, en los que ella estuvo recriminándole con dureza algo que había hecho, y que le había llevado a sentir especialmente vulnerable y dolida.
Él había soportado el chorreo como una estatua. Estaba en una situación de “no salida”, en la que hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, sólo podía esperar que empeoraran las cosas. Quejarse activaría más la rabia de su madre; reconocer el daño causado, su desconfianza; y marcharse, un sentimiento de traición que ella difícilmente podría gestionar.
Así que aguantó como un león el chorreo, hasta que las lágrimas empezaron a caer en silencio.
Eso no frenó a su madre, que siguió machacándose sin piedad, entre otras cosas, porque necesitaba saber por qué había actuado así, y un imposible: tener la certeza de que no volvería a hacerlo.
—Vete a tu cuarto —le di permiso, tratando de mostrar ternura y cariño.
Nos quedamos ella y yo a solas.
Empezó a hablar y le callé poniéndome un dedo en la boca, a modo de “silencio”.
—Escucha —dije muy, pero que muy bajito.
Surgió un llanto ahogado y desgarrador desde la habitación de su hijo.
Quiso volver a hablar, pero no le dejé.
—Sólo escuchar. Nada más —repetí muy bajito.
A ella se le empezaron a saltar las lágrimas.
Mantuve un buen rato la intensidad del momento.
En familias muy rígidas es profundamente sanador sostener la emoción en el tiempo.
—Yo también he llorado mucho por él, Gorka —dijo con la voz rota—, pero no lo ve.
—Ojalá pudiera sentir lo que tú sientes cuando lloras ¿verdad? —respondí, pasado un tiempo.
Se quedó en silencio. Mirando al suelo.
—Déjalo estar. Permítete sentir lo que sientes —le reconforté—. Esas sensaciones y esos pensamientos no pueden hacerte ningún daño.
Las personas afectadas por el trauma frecuentemente confunden la emoción con la rigidez o el caos que les causan tanto miedo.
Siguió llorando. Cada vez con más lágrimas y más congoja. Estuvimos así un buen rato.
—¿Puedo hacerte una pregunta ahora? —le lancé cuando sentí que se había repuesto.
—Prométeme que NO me vas a contestar. Quiero que lo que sientas NO lo compartas conmigo ¿vale? —empecé.
Me miraba sorprendida.
—¿Preparada? —le reté con malicia.
Asintió.
—¿Qué te gustaría hacer ahora que estás conectada con todo eso?
—No te lo voy a decir —se defendió, tajante.
—Claro —dije, invitándole a recordar mis palabras—. Hay cosas que es mejor no compartir. Lo entiendo.
En ese instante salió el chico de su habitación, pasando delante de nosotros, rumbo a la cocina. Creo que se puso un vaso de agua.
Al volver, su madre le preguntó:
—¿Estás bien?
—Sí —respondió secamente él, y cerró la puerta de su cuarto.
Hicimos un breve ejercicio de respiración, para calmar el sistema nervioso. Como era tarde, le dije que me tenía que marchar, pero que nos veríamosla semana que viene.
—¿Puedo pedirte una última cosa? —le pregunté según me levantaba—. Pero prométeme que no me vas a mandar a la mierda…
—Bueno… ¿Qué me vas a pedir?
—Llévale un colacao calentito.
—¿A su cuarto? —preguntó.
—Sí.
—No le dejo comer nada allí —se rebeló.
—Anda, no me jodas —exclamé—. Llévale ese PUTO colacao a su cuarto. Dame el gustito.
Se rió con complicidad.
Y ahí que se quedó, preparando un colacao en una taza de spiderman, a quien ella detesta, pero es el superhéroe preferido de su hijo.
Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia, es la teoría sistémica estructural-narrativa, y la teoría del apego. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com