[…] Me tragué una chispa de vergüenza. ¿Cómo no lo había visto antes? El elefante estaba en la habitación y no lo había podido ver al tener la mirada fija en lo que mi formación de base me indicaba. […]
«Con todo lo que puedo hacer, con todos mis poderes, y no he sido capaz de salvarla». (Supermán, 1978).
Así me he sentido yo tanto tiempo, mientras nuestra hija sufría un #MutismoSelectivo, que se lo hacía pasar muy mal en la escuela, sufriendo muchos bloqueos (y colapsos) nerviosos.
Imaginad lo que esto significa para un educador formado en #trauma: la infinidad de fantasmas que me asaltaban, unidos a la certeza de que nosotros, madre y padre, no podíamos acceder al lugar donde estaba la niña y protegerla.
La niña bloqueada, los padres angustiados, y la obligación de llevarla a clase impuesta por una sociedad no necesariamente sensible a las necesidades de la infancia.
Y es que, en esos bloqueos o colapsos, sólo parecía caber la narrativa de la inseguridad (“no puede”, “necesita otra ayuda”, “está sola”) y del miedo (“algo grave le pasó”, “es especialmente sensible a las señales de peligro” o “algo grave le está pasando”).
Así que algo chungo habíamos hecho, o estábamos haciendo.
Hasta que un día, ella me pidió jugar a uno de esos juegos repetitivos, casi estereotipados, que tantas veces asociamos con experiencias vitales no resueltas. Quería jugar, otra vez, a que ella era la madre, y yo el niño que no se quería quedar en la escuela.
Hostiaputa, me dije: “el niño que no se quería quedar en la escuela”. Pero hay muchos motivos para no quererse quedar en ese lugar, ¿verdad? No sólo el miedo.
Me tragué una chispa de vergüenza. ¿Cómo no lo había visto antes? El elefante estaba en la habitación y no lo había podido ver al tener la mirada fija en lo que mi formación de base me indicaba.
Estoy orgulloso. En ese momento, mi cerebro funcionó rápido, de manera especialmente lúcida. Y, con esa lucidez, llegó una seguridad que no me esperaba. Una sensación de hormigueo y electricidad que me recorría todo el cuerpo, desde los muslos hasta la órbita de los ojos.
—¡Que no me quiero quedar! —dije, con un tono de voz diferenciado que señalaba que se trataba de la voz interior de ese niño—. No pienso decir nada porque este lugar es una mierda.
Pude ver cómo le cambiaba la mirada: sus ojos se abrieron e iluminaron ventanas ante la brisa fresca.
—Pero te tienes que quedar, aquí —siguió ella—. Es obligatorio.
—¡Que no me quiero quedar, coño! —continué—. Y no pienso hablar hasta que alguien me escuche.
Fuimos alternando los roles. A veces, ella era madre; otras veces, la profesora; y otras, las compañeras y compañeros de clase. Todos ellos, intentando que la niña —perdón, “el niño”, guiño, guiño— hablara, atribuyéndole inseguridad, miedo, timidez, debilidad, tal y como le había pasado a ella. Mientras tanto, la voz interior de la niña —quiero decir “el niño”— decía cosas del tipo, “esta tía es gilipollas”, “no se entera de nada”, “estos son unos pesados”, “paso de jugar con ellos”, o “mis padres son imbéciles, mira que son grandes y no entienden nada”, como si fuera una pequeña PiesNegros a hostias con la vida.
Y se reía. Se descojonaba con carcajadas liberadoras. Como si se sintiera por primera vez comprendida y segura: ella no era una niña vulnerable o tímida, sino una rebelde silenciosa. Alguien que no hablaba, no porque no podía, sino porque el entorno era demasiado estúpido, obtuso o insensible como para entenderla.
Ese día viví emociones enfrentadas. Por un lado, un orgullo mayúsculo al sentir que, por fin, estaba ayudando a mi hija a poner palabras a su experiencia. Por otro, una culpa paralizante al percatarme de lo tarde que iba, y de los contenidos tan reduccionistas que tantas veces había predicado en mis textos o cursos. Y finalmente, un cabreo profundo hacia la formación que he recibido, que impone la narrativa de la inseguridad y el miedo al bloqueo o el colapso nervioso.
Como si fueran las únicas hipótesis posibles.
Y esto, amigas y amigos, es lo que pasa cuando estamos demasiado inmersos en un modelo teórico: los contenidos de los libros acaban percibiéndose como si fueran la realidad, subyugando la curiosidad sobre estos mismos procesos.
Porque, si te paras a pensar, hay muchos motivos por los que una niña o un niño —o una persona adulta, que en esto no hay diferencias demasiado significativas— puede bloquearse o colapsar. Y no todos tienen que ver con el miedo, ¿verdad?
¿Cierto?
¿Se te ocurren?
Si no es así, háztelo mirar para no hacer como yo el gilipollas.
Lo primero que es necesario entender, es que cualquier emoción que supere un determinado umbral es susceptible de desencadenar la desconexión, el bloqueo o el colapso. Incluso emociones supuestamente agradables, como la alegría.
Y es cierto que, en el vagal – dorsal, yatusabes, somos más susceptibles de sentir miedo, pero eso no implica, de ninguna manera, que el miedo esté en el origen y/o la explicación de ese estado de hipoactivación o aturdimiento.
Hostia. Vuélvelo a leer, que mira lo que he dicho.
Un bloqueo puede ser, en este sentido, una especie de mecanismo de seguridad que protege al sistema nervioso de una intensidad que puede dañarlo, o que puede no poder gestionar. Pero también un recurso para volver a uno mismo y encontrar el único refugio posible, en un entorno que no permite la huída. O un congelarse para sentir, durante el tiempo necesario, el calor y el apoyo que se necesita. O una forma de sentir el apoyo o la pertenencia que se necesita. O un recurso para pararse a escuchar el propio interior, cuando el entorno lo invalida o no lo permite. O una señal de alerta que indica que algo dentro de una o uno mismo requiere atención urgente. O la forma de hacer patente que hay que hacer limpieza de los restos que emociones sumamente fuertes nos han dejado. O una obligación para parar cuando es necesaria una reparación (física, nerviosa, social, etc.) que la mente consciente no percibe. O algo parecido a una marea que inunda la mente, porque hay demasiada información disponible y confusa a la que hay que dar sentido. O una parada necesaria para llamar y activar a otros personajes protectores que ahora van a saber cuidar mejor de nosotros. O el silencio que precede a la llegada de un dragón sabio y protector que va a saber acompañarnos. O la pausa necesaria para articular otro estado de conciencia. O la conexión con un vacío que no se comprende. O una forma de comunicar cosas que no se pueden decir, como por ejemplo: “¡no me entiendes!” o ¡no voy a participar en esa mierda!”. O muchas cosas más que no quiero decir, para no privaros de la experiencia maravillosa de seguir explorando todo esto.
Pero, en su gran mayoría, la protagonista principal es la seguridad, la esperanza, la dignidad y la competencia, NO el miedo.
Dice F. Javier Aznar Alarcón muy sabiamente que, detrás de todo colapso, hay una historia preciosa de resistencia. Y que todo cambia cuando las personas que lo sufren la reconocen, le dan importancia y la comunican en relaciones que, para ellas y ellos, son suficientemente seguras. Pero yo me atrevería a añadir que, quizás, también hay otro tipo de relatos implícitos justo ahí, cuando el cuerpo se entumece y las luces se apagan. Relatos de cuidado, de especial sensibilidad, de esfuerzos para comunicar, de recursos invisibilizados o subyugados que describen a una infancia mucho más inteligente y profunda, de lo que el mundo adulto puede permitirse, sin que tiemblen sus cimientos de paja. Historias que sólo podremos ver si activamos una genuina curiosidad, alejándonos de modelos monolíticos que pretenden explicar y abarcar una realidad siempre mucho más rica y compleja.
Porque quizás esa niña —perdón, “niño”— que calló no lo hizo por debilidad, sino precisamente por su saludable fortaleza.
Y el supermán que todavía se culpa nunca fue tan necesario.
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
