[…] Me refiero a todas esas personas que no tienen una función educativa o terapéutica asignada y que, en cambio, nutren más que las y los profesionales que asumimos liderar esos procesos. […]
Siempre los he llamado profesionales de transición, aunque, ahora que lo veo, es un nombre que no les hace justicia.
Me refiero a todas esas personas que no tienen una función educativa o terapéutica asignada y que nutren más que las y los profesionales que asumimos liderar esos procesos. Que contribuyen a que las niñas y niños confíen en el mundo adulto, den el salto a los recursos que necesitan, salvándoles, en muchas ocasiones, de la más cruda excusión. Y a los que, muy estúpidamente, no damos suficiente importancia.
Porque, en esto, los protagonistas tenemos que ser nosotras y nosotros, ¿verdad? Que estamos llenitos de complejos, y tenemos que figurar.
Se les ve, por ejemplo, en los centros educativos. Conserjes que tienen una especial sensibilidad, y que aprecian con todo su corazón al alumno más vulnerable. Personal de limpieza al que cierta alumna le ha caído en gracia. O la profe del aula de al lado al que le ha caído simpático el cafre que la lía con su compañera.
Y se ve mucho, también, en los centros residenciales de justicia o protección a la infancia, donde las chicas y los chicos, en muchas ocasiones, establecen y sostienen unas relaciones estupendas con la cocinera, por ejemplo, sin que ella se percate del puto bien que hace a la humanidad.
Porque, amigas y amigos, los vínculos no se fuerzan, sino que se establecen de manera natural. Las chicas y chicos vulnerados buscan incansablemente alguien que pueda ofrecerles seguridad. Pero esa seguridad, en un montonaco de ocasiones, no llega tanto por parte de las personas que tienen una titulación ostentosa y bonita, o un determinado puesto de trabajo, sino de la gente que les sabe mirar bien. No a la luz de los apuntes de la carrera o de un curso, sino con sincero aprecio por su vida, sus retos y por lo que son.
No digo nada que no sepas… pero igual lo has olvidado. El rol que las administraciones nos atribuyen no facilita en nada el vínculo con las personas vulneradas, sino que lo complica un montón.
Ponte en su lugar. Si estuvieras en una situación jodida, ¿en quién te sería más fácil confiar? ¿En el profesional que se acerca a ti vendiéndote la moto, para el que eres un número de expediente, y que cobra por tratarte más o menos bien; o en la vecina a la que le has caído en gracia y te deja entrar en casa y te da la merienda sencillamente porque le gustas y te ve regular?
Blanco y en botella, tío.
Con esto no quiero quitar valor a las y los profesionales ordinarios. A veces, lo hacemos bien, claro; pero a menudo no nos percatamos de que hay otras personas que están en condiciones de hacerlo mejor y, empeñados en que tenemos que ser nosotros los protagonistas, forzamos la máquina, olvidando que podemos apoyar los recursos que naturalmente protegen y nutren a quienes tienen esa necesidad.
Desde el paradigma de la teoría del apego y del trauma, esto es una soberana estupidez. De hecho, lo primero que deberíamos hacer es contribuir —como podamos, como sepamos— a reforzar el sistema de relaciones que naturalmente da seguridad a las niñas, niños y adolescentes o, en su caso, a las familias que tienen la obligación de protegerlos; y a rescatar los recursos que naturalmente pueden movilizar para enfrentar las dificultades o retos que les impone la vida.
Los que ven esa peña mejor que tú y que yo.
Hablando en plata, trabajar con las personas que sirven de apoyo natural, para a que se sientan validadas, acompañadas y seguras en el lugar que se han ganado en la vida de esas personas, porque hace falta mucho apoyo para sostenerse ahí.
Y eso no es algo accesorio ni meramente preparatorio, sino que es una clave de primera importancia. Esencial. Algo que, si se hace con suficiente sensibilidad, puede tener mejores resultados que mil sesiones de terapia con un profesional a quien la persona rechaza, porque, por lo que sea, no conecta con ella o con él.
Otro gallo cantaría si pusiéramos nuestros equipos a disposición de gente así, respetando el protagonismo que se han ganado en la vida de las personas que sufren, y no compitamos —tengo en la azotea historias de terror— contra ellas y ellos.
Lo digo porque hay cosas que los servicios sociales hacemos garrafalmente mal. De puta pena, colegas. Rayando el maltrato institucional. Y uno de los mejores ejemplos es la tendencia absurda, antinatural y estúpida que tenemos —por la supuesta urgencia de nuestro trabajo, por una mala comprensión de la economía de esfuerzo, o por sencilla y llana incompetencia— a centrar la atención en la carencia, las dificultades y las relaciones que van fatal. Cuando lo que la mayor parte de las personas necesitan es sentirse seguras para poder explorar con suficiente compasión, motivación y curiosidad.
Así que nada, la próxima vez que sientas que la cosa no fluye, que esa adolescente a la que pretendes “llegar” —nótese el ejercicio de control y superioridad— te mande a tomar por culo, o la familia que “te han asignado” —sí, como un objeto, sin contar con su criterio o su valoración sobre ti— te rechace, piensa que igual estamos haciendo algo mal.
Porque, si no lo haces, seguramente proyectes como escupe una llama, y cargues a las personas que sufren con más estigma y responsabilidad. Porque, colegas, hacemos mucho eso de joder al prójimo y culparle de sus respuestas protectoras que son coherentes y lógicas ante nuestra agresión, porque lo primero siempre somos nosotros y nuestra imagen profesional.
¡Puaj!
Venga, no los vamos a llamar “profesionales de transición” porque eso les mantiene en un segundo plano, restándoles valor. Llamémoslas y llamémoslos, “profesionales raíz”, “toma de tierra” o “cimientos”, pero que quede claro lo que pueden llegar a significar.
Que este pequeño texto sirva de homenaje para quienes están ahí.
No sabéis el bien que hacéis.
Gracias, de corazón.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
Reblogueó esto en Juan Crespo.
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