Las gafas mágicas | una metáfora sobre las AACC

[…] Las niñas y los niños con altas capacidades muchas veces tienen que enmascarar sus capacidades y su sensibilidad para pertenecer a su grupo de referencia, u optar por la soledad para mantener íntegros sus valores, su identidad y su autonomía. […]

Cuando sacó esas gafas del bolsillo, nada indicaba que toda su vida iba a cambiar.

Eran bonitas, rosas, con dibujitos graciosos de bebés y con puntitos muy brillantes, como de purpurina.

Lo primero que pensó fue que no eran suyas. Ella no vestía tan bonito. Por eso, trató de devolverlas a su dueña o a su dueño. Las dejó encima de una mesa, esperando que alguien se las lleve; pero, pasados unos días, seguían allí, sin que nadie las reclamara.

Finalmente, las tomó entre las manos y se las llevó. Ella las resguardaría y, si aparecía alguien reclamándolas, se las daría, orgullosa de haberlas cuidado bien.

Al llegar a casa, tuvo una idea. Se pondría su ropa más bonita, y se las pondría. Quería saber cómo le quedaban, e intuía que iba a molar más que nunca. Se puso el vestido y las medias que recientemente le había comprado su ama, y se acomodó las gafas sobre la nariz, sujetas por las orejas.

Al abrir los ojos, no pudo dar crédito a lo que veía. Ya no estaba sola en la habitación, sino que aparecieron un montón de fantasmas, monstruos, espectros y animales extraordinarios, de los que no aparecen en ningún libro. Correteaban por la casa contentos, discutiendo entre ellos, haciendo trastadas y colándose entre sus piernas.

Un escalofrío le recorrió la columna, y se quitó las gafas. Fuera, todo volvía a estar normal. En la habitación estaba ella sola. No había nada extraño.

Respiró profundamente, dejando que el alivio llenara sus pulmones.

Pero pronto le volvió la curiosidad, como si fuera un cachorro juguetón y hambriento. Volvió a acomodarse las gafas, y pudo ver cómo todo su entorno cambiaba. Los fantasmas atravesaban la pared como si no existiera, los monstruos intentaban dar miedo a los gnomos, y éstos se defendían con pequeños arcos y flechas. Había animales que parecían unicornios con alas de murciélago, pequeños ositos del tamaño de escarabajos, serpientes que echaban fuego… y un pequeño poblado frente a sus pies, en el que vivía una colonia de hadas.

¡Hadas! ¡Le encantaban las hadas!

Se arrodilló frente a una casa humilde, y miró a través de una pequeña ventana.

—¡Un ojo! —dijo una voz de niña.

—¡Una ventana! —pareció exclamar una anciana.

—No tengáis miedo —dijo ella—. Me llamo Nora, y no os voy a hacer daño. Sólo quería saber cómo era vuestra casita por dentro.

Prácticamente todo era de madera. La mesa, las sillas, las paredes y el mobiliario de la cocina. Se veía acogedora y sencilla.

—Nosotras no tenemos miedo. No lo hemos sentido prácticamente nunca —dijo la anciana, muy segura.

—Pero, ¿cómo no vais a tener miedo? Estáis rodeadas de monstruos y fantasmas.

—En nuestro mundo no son peligrosos —explicó la viejita—. Y en el vuestro tampoco. Lo que pasa es que vuestra raza, las personas humanas, temen lo que desconocen, ¡mira que sois estúpidos!

Y se rio muy fuerte, hasta que le dio la tos. Como una cañería vieja.

Un ruido seco interrumpió la conversación. Se giró, y pudo ver cómo se abría la puerta.

—Hija, ¡a cenar! —dijo su madre, y vio asombrada como un unicornio de mil colores sobrevolaba su frente—. ¿Se puede saber qué estás haciendo ahí quieta, como un pasmarote, mirando a la nada?

Nora se quitó las gafas y se fue a cenar. Esa noche apenas habló ni comió nada.

Al día siguiente, llevó las gafas al cole.

En un descanso, se las acomodó en la cara.

Lo que vio, le dejó muy impresionada. Debajo de ella había un mar embravecido. La tormenta levantaba enormes olas. Bueno, enormes para los pequeños seres que lidiaban con ellas, piratas, bondadosas ballenas, albatros que surcaban los aires, y preciosas sirenas.

Se agachó para ayudar a los marineros y en barco se le deshizo como un terrón de arena en las manos.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

«Madre, mía, qué he hecho.»

Un tumulto irrumpió en su tristeza.

—¡Mirad! ¡Es tonta! —dijo Mikel, el niño más odioso de la clase, y el resto le siguieron el juego.

—¡Está loca! ¡jajajaja! —se reían.

Nora se sintió muy avergonzada. Ese día nadie habló con ella.

Ni al día siguiente, ni en toda la semana.

Nora se debatía dividida en lo más interno. O bien dejaba sus gafas en casa e intentaba ser como los demás, renunciando a ese mundo mágico que sólo ella veía. O era fiel a su descubrimiento y trataba de ayudar a las hadas y a los piratas, sabiendo que sus compañeras y compañeros le iban a rechazar, como si estuviera apestada.

Pensó en que, quizás, había una solución intermedia: fingir que no los veía. Pero pronto rechazó esa posibilidad. Sencillamente, ese mundo era demasiado maravilloso como para poder prestar atención a esas clases y juegos tan aburridos. Tarde o temprano, se le notaría que no estaba presente, que su cabeza vagaba por otro lugar, y los insultos volverían.

Estaba en un maldito callejón sin salida. Decidiera lo que decidiera, saldría perdiendo. Renunciaría a cosas importantes de la vida. Si decidía ser como los demás, perdería ese mundo tan maravilloso; pero, si decidía mantener el contacto con su descubrimiento, todo el mundo la rechazaría.

Pensó, entonces, que quizás ese mundo no era real. A fin de cuentas, se veía a través de sus gafas mágicas y nadie más podía verlo. Quizás era verdad que estaba loca o que era tonta, porque los demás parecían muy convencidos de que el único mundo posible era el que se mostraba primero ante la vista.

Imaginó, también, que podía pedir ayuda. Podía decir a sus padres lo que estaba pasando, o a sus profesoras lo que le hacían sus compañeras y compañeros. Pero pensó en la respuesta de su madre el primer día, y estuvo segura de que nadie le iba a creer, le iban a tratar como si estuviera loca, y le iban a quitar las gafas, cerrándole la puerta a un mundo fantástico donde, por fin, sentía que tenía la misión de cuidar y proteger de todos esos seres desvalidos.

¿Qué podía hacer ahora?

Sencillamente, no lo sabía.

Pero algo muy dentro de ella, le decía que en ello le iba la vida.

Porque, ¿tú qué harías?


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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