[…] Total, a ella no le importa nada en qué trabaja su padre. Le vale con saber que es muy bueno dibujando y haciendo las cuentas que a ella le resultan tan complicadas. Eso basta para que se le iluminen los ojos. […]
Otra vez el gato.
El maldito gato, fijándole la mirada como si lo supiera todo. Si no fuera tan querido por su hija, lo mandaría a una protectora o, mejor aún, lo mataría a pedradas para que nunca pueda revelar lo que sabe.
Porque el cabrón lo sabe.
Lo sabe, a pesar de decir, sin fijar demasiado la mirada, que marcha todos los días a trabajar a la oficina de un banco. Que el dinero que trae a casa está limpio, y es el resultado de tanto esfuerzo contable.
Total, a ella no le importa nada en qué trabaja su padre. Le vale con saber que es muy bueno dibujando y haciendo las cuentas que a ella le resultan tan complicadas. Eso basta para que se le iluminen los ojos.
–¡Qué bien! ¡Ya has llegado!
Gritó, hoy mismo al echarse en sus brazos, y él tragó saliva con fuerza, como si tuviera un tapón en la garganta. Metió la mano derecha –que todavía tenía salpicaduras de sangre– en el bolsillo, y con la izquierda sacó un pequeño regalo.
A la niña se le iluminaron los ojos.
Le daba mucha rabia que su padre llegara tarde porque no podían merendar ni ir al parque juntos, pero también sabía que estos días, en los que le surgía algún “trabajo especial”, eran un chollo porque solía traer pequeños juguetes a casa.
El gato miraba hacia la mano que mantenía oculta. Fijamente, rígido como un palo.
«Maldito sea el puto animal. No se le escapa una».
Mientras la pequeña juega con el muñeco –un dinosaurio con la cabeza inmensa y unos dientes desproporcionados–, él aprovecha para ducharse en el baño.
La sangre seca sale muy mal, especialmente la de personas jóvenes, que tenían toda la vida por delante.
Cae el agua caliente y le templa un poco el cuerpo. Por un momento, parece que vuelve a la vida.
La putada de matar a desconocidos –piensa– es que nunca se sabe acerca de la vida que se ha truncado, y ese vacío se rellena de los peores pensamientos: ¿Le estaría echando de menos su mujer? ¿Tuvo una infancia feliz? ¿Tendría una hija como la mía? ¿Cómo se tomaría la noticia la pequeña?
Trató de espantar esos pensamientos con un gesto de la mano, y de enfocar la atención en el dinero que había ganado. 100.000 pavos, lo justo para tirar 3 añitos.
«No soy un monstruo, hostia», se dice. «Sólo hago lo justo para que podamos tener una vida digna».
Piensa, entonces, la de veces que le han pedido que lo haga más a menudo, y las veces que lo ha rechazado. Es bueno con los furgones blindados –abrelatas, le llaman–, por lo que los gánsteres se lo rifan. Podía ganar una pasta y huir a un lugar perdido al otro lado del mundo, pero él prefiere dar justo el golpe que le permita simular un sueldo medio. Unos ingresos que le permitan a su hija tener ropa bonita –ni muy barata, ni muy cara– y permitirle algunos caprichos, como esas clases de equitación que le permiten mantenerse en contacto con su pasión: los caballos.
El gato maúlla fuera. No calla. Parece que le está delatando al demonio.
«Menos mal que no puede hablar», se dice. Pero no siente ningún alivio.
Recuerda a los dos guardias de seguridad. Su cara de sorpresa al ver el agujero que había provocado la dinamita en la carretera. El terror al verse rodeados. El click del RPG al armarse, el zup de la granada que se dispara, y el pum que hace bolar el vehículo de 8 toneladas por los aires. Las esquirlas de metal, la súplica en su mirada, el arma que se encasquilla, sus esfuerzos para protegerse la cara, y el crack del cuello que acaba con esa vida.
Es un asco –piensa–, pero lo peor es fingir, lunes, martes, miércoles, jueves y viernes, que se lleva una vida normal. Salir de casa temprano, dejar que sean sus padres quienes la lleven al cole, y pasar el resto de la mañana por ahí, en ningún sitio. Rodeado por tantos fantasmas y mentiras, tratando de protegerla, con su ausencia, de lo que su padre sigue haciendo.
Y acariciar al gato. A ese maldito animal. Que conoce todas sus mentiras y las cuenta a las arañas, a los murciélagos y a los pájaros.
Tengo una intuición.
Los profesionales de los servicios sociales hablamos muy poco sobre ética. Es decir, sobre los criterios que definen o pueden definir qué está bien o qué está mal en nuestras actitudes o acciones. Parece un tema tabú, como si ello implicara abrir la Caja de Pandora.
Muchas de las decisiones que tomamos no tienen que ver tanto con aspectos técnicos sino morales. De hecho, a veces los criterios técnicos van en contra de los principios éticos, y no os digo nada nuevo si afirmo que, cuando esa contradicción aparece, suelen ganar los primeros.
Porque cuestionar desde la ética nuestras intervenciones es peligroso. No dejaríamos títere con cabeza. Pero evitar estas conversaciones –por comodidad, estupidez o mediocridad– también es un asco, porque nos hace vernos reflejados en el protagonista de este cuento. Un maldito mercenario que justifica hacer daño a los demás porque necesita dar de comer a su familia, pero que, no por ello, deja de ser consciente del mal que causa a través de la mirada inquisitiva de su gato.
¿Cuántas veces os han dicho eso de “vaya trabajo que tienes, colega, tiene que ser muy duro”? Así, colocándoos en un pedestal que no habéis pedido.
Pero, lo más importante, ¿cómo os sentís con eso?
Nos gusten o no, todos tenemos un gato. Un gato que nos atormenta con su mirada. Que sabe lo que hacemos cuando obedecemos órdenes, priorizando nuestro estatus o nuestros ingresos. Un gato que no deja de mirarnos mal cuando rompemos un cuello, aunque nos digamos que hemos sido humanos, colegas, porque, al menos, no ha sufrido.
Un maldito gato negro.
Un gato que parece expone nuestra culpa, pero que, en el fondo, busca la humanidad que todavía nos queda dentro.
¿Lo ves contigo?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
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