Si no me quieres ver cagando, no leas este artículo

[…] La movida es que los procesos inflamatorios digestivos tienen mucho que ver con el estrés, la ansiedad, y esas mierdas que no salen por el culo. Y lo que para otras personas es una mera molestia, en mi caso se puede convertir en un problema, porque la inflamación puede hacer que los divertículos se cierren, colapsen, y sean el caldo de cultivo perfecto para una infección chunga, como me pasó en 2021, que me perforé por dentro, el pus se salió de madre, y casi me muero enterito. […]

Desde a primera movida que os voy a contar hasta hoy, han pasado cinco años.

Lo digo que para que no penséis que soy un ser de luz con una intuición suprasensorial, ni nada parecido.

Cinco malditos años.

Todo empieza en la sala de mi anterior terapeuta, en Gernika, con unos retortijones.

Si, coño, que me cagaba.

Vale, dejo un rato para que os dejéis de descojonar de mí y sigo.

Resulta que llegué ese día a terapia a mi hora —yo soy mucho de cumplir con las horas, porque si no algo horrible pasará en el mundo—, ya un poco jodido, pero diciéndome, tranki, tío, que ya verás como se te pasa. Pero nada, cuanto más hablábamos, más sudores fríos.

—¿Qué te pasa, Gorka?

—Pues que ando con retortijones.

—¿Quieres ir al baño?

—No.

Tenía el baño en la consulta y me daba palo atronar con mis pedos. Cosa curiosa con lo que soy yo, de cagar en cualquier sitio.

Venga, os doy otro tiempo, pero no me imaginéis cagando, ¿vale?

Venga, sigo, que fijo que me habéis hecho caso y habéis cumplido.

No sé cómo continuó la conversación, igual me preguntó si era una sensación habitual y yo le dije que sí, o algo parecido. Fuera como fuera, llegamos a este punto:

—¿Quieres que atendamos a esa sensación? Si quieres, puedes colocar la mano ahí, despacio y con cariño.

«A ti se te va la pinza», pensé, y le dije —con un poco más de cuidado— que se dejara de chorradas, que me cagaba y que lo mejor era irme porque no estaba en condiciones de seguir la sesión, con la rata asomando de la madriguera.

Así que me piré, le pagué por el tiempo que me había dedicado, y me fui a dejar un derrape en una gasolinera.

Buff. Como nuevo. Listo.

Tiempo después, en el 2021, me ingresaron en el hospital con unos fuertes dolores abdominales. Tras muchas pruebas, me dijeron lo que le pasaba a mi intestino:: diverticulosis, es decir, una condición bastante común por la que aparecen protuberancias en en el intestino grueso susceptibles de infectarse y dejarte jodido.

Ves, Leire, no tenías razón. Lo mío es físico, no psicológico. Me cago porque mi intestino no procesa bien los residuos, no porque tenga emociones chungas nadando por ahí, entre mierda. Jajaja. Dos puntos para mí. Puto amo. Me llevo la victoria del partido.

Desde entonces, he seguido según lo esperado. A veces bien, a veces chungo, dejando de comer unos días, hasta que el tránsito se restablece. Cruzando los dedos para que nada se vuelva a infectar aquí dentro.

Hasta que otra persona sabia, en este caso mi mujer, me hizo una apreciación en la que no había caído.

—¿Te has fijado que cada vez que te pones malo de las tripas estás chungo de los nervios?

Anda, Leire —digo, Mariña— no me jodas.

Pero, como le quiero y es una de las pocas personas a las que hago caso, le di importancia a sus palabras y, en efecto, este último episodio de inflamación intestinal comenzó hace 6 días, al enterarme de que toda mi familia se había puesto enferma y no podía disfrutar como deseaba de un puente largo.

Unas vacaciones que, sin duda, me merezco, porque llevo una temporada a full y sin Estambul. Tú me entiendes.

—Es que fíjate en verano, tío, no tuviese ninguna molestia.

Claro, es que me toqué los huevos a dos manos. Y sólo quité las zarpas de ahí para hacerme un bocadillo.

Sea como sea, hoy ha sido un día jodido. Llevo prácticamente una semana con molestias, sin comer, y currando de lo lindo. Tengo el cerebro sin azúcar, y mi intestino sigue colapsado, retorciéndose cada vez que le doy algo de jamar, como si fuera veneno. Y, consecuentemente, ahí sigo yo, con mi estrés y mi preocupación, funcionando como si nada le pasara a mi cuerpo.

La movida es que los procesos inflamatorios digestivos tienen mucho que ver con el estrés, la ansiedad, y esas mierdas que no salen por el culo. Y lo que para otras personas es una mera molestia, en mi caso se puede convertir en un problema, porque la inflamación puede hacer que los divertículos se cierren, colapsen, y sean el caldo de cultivo perfecto para una infección chunga, como me pasó en 2021, que me perforé por dentro, el pus se salió de madre, y casi me muero enterito.

Habiendo hecho esta reflexión —que no demuestra demasiada inteligencia tras 5 años desde el evento que da comienzo al artículo— hoy puse un poco más de atención a esa sensación que me martiriza desde lo más profundo de las tripas y que, a veces, imagino como una bola lisa con dientes que me obstruye el intestino, y descubrí que cambia sutilmente según mi estado de ánimo.

Andanomejodas.

Es decir, que si algo me tensa, la sensación se hace más fuerte y palpable. Y si me doy permiso para descansar, se relaja. Coño, como las sensaciones de angustia, miedo o tristeza, pero ahí dentro.

No pensaba que los procesos inflamatorios podían sentirse así. Pensaba que eran algo más progresivo y menos sujeto al estado concreto de cada momento.

Si eso es así, igual cabe alguna esperanza más allá de los procedimientos estrictamente médicos, ¿verdad? Vamos, es lo que digo a las personas a quienes acompaño, mira, oye, se mueve, y si se puede mover algo podemos hacer para allanarle el camino.

He compartido con mi pareja lo que estaba pensando, me he metido en la cama, y ella ha decidido quedarse un ratito conmigo.

Mientras me acariciaba la espalda, le he contado lo cansado y estresado que me sentía, con la sensación de que no podía disponer de tiempo para relajarme y estar conmigo mismo. Y le he dicho que creía que tenía razón, que mis tripas estaban ligadas a mi estado de ánimo. Que, quizás, algo me querían comunicar que me estoy perdiendo.

Así que he dejado la atención puesta ahí, en esa bola verde que me obstruye el tubo, escuchando con curiosidad, a ver qué me decía.

Al principio, una mierda me decía. Pero, total, voy a seguir escuchando, que se está a gusto en la cama con cosquillitas.

Pero, de repente, ha hablado claro. Tan sumamente claro que, por un momento, he pensado que eran cosas locas mías.

—Tienes que.

—¿Cómo?

—Tienes que.

—¿Qué dices?

—Coño, que pareces gilipollas, chato.

—Oye, conmigo no te metas.

—TIENES QUE. ¿Qué te pasa? ¿Te ha llegado la caca al cerebro?

Entonces, lo he visto claro: la autoexigencia. Tienes que rendir, tienes que ser un buen padre, tienes que atender a tu familia enferma, tienes que demostrar lo que vales, tienes que estudiar más, tienes que ir al gimnasio, tienes que curarte, tienes que tener tiempo para ti y, sobre todo, tienes que estar más y mejor con tu hija.

Una autoexigencia que, sin duda, está directamente ligada a la vergüenza. La vergüenza de no ser suficiente por mucho que uno se esfuerce, por mucho empeño que uno ponga. Una vergüenza que no puede dejarme parar, y que necesita —como muchas personas con las que he trabajado— de la enfermedad para que eche un rato el freno.

—¿Me haces un pequeño masaje en la tripa? —le he pedido a ella, intuyendo que necesitaba que alguien más se incorporara a los cuidados.

Y ahí ha estado ella, la persona más maravillosa de este mundo, masajeando esa bola verde con dientes blancos y ojos rojos, hasta que, poco a poco, se ha ido ablandando, como un pedazo de plastilina con el calor de esas manos.

«Creo que entiendo qué te lleva a estar ahí», le he dicho. «Me parece que me pinchas para que pueda permanecer en la mirada de los demás, porque no hay nada más terrible que ser invisible en un mundo hostil y amenazante. Y yo necesito formar parte del mundo. Un mundo humano del que siempre me he sentido extraño, e incluso rechazado.»

Creo que ha sido entonces cuando se me han saltado las lágrimas.

«Pero, también tienes que saber que ahora, justo ahora, no hay peligro. Tienes todo el permiso para descansar. Necesitas recuperar fuerzas para seguir con tu trabajo, porque te necesito».

Justo entonces, los brazos y las piernas me han comenzado a pesar mucho, como si estuvieran hechos de piedra o de plomo. En el momento en el que he tratado de chequear su peso, al levantar haciendo mucha fuerza un dedito, me he dormido.

Al despertarme, las tripas me dolían un poco menos… así que me he jamado una patata pequeña y un poco de queso duro —Roncal, os lo recomiendo aunque no estéis malitos—, de acuerdo con la dieta que proponen los médicos.

De momento, no he tenido retortijones.

Ni he pintado en las paredes mi nombre con caca, ni nada parecido.

A ver qué tal va eso. No sé si mejorarán mis tripas, pero ha sido un gustazo.

Fijo que repito.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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