[…] Pensad, por un momento, en su experiencia. Son pequeños a los que se les pide que entretengan a los adultos y, en el peor de los casos, que se hagan cargo del estado mental (ansioso, depresivo, etc.) de sus mayores. Y cuando a una niña o un niño se le impone una única misión, gran parte de la valoración de su persona pasa por cumplir o no ese mandato. […]
Hay niñas y niños que viven con el mandato de entretener a su familia; de ser, como se suele decir, “la alegría de la casa”.
Somos bastante sensibles ante mandatos familiares que tienen que ver con obligaciones —por ejemplo, “tienes que cuidar de tu hermano con discapacidad”— o con atribuciones de características negativas —“nunca estarás a la altura de esta familia—, pero solemos despistarnos más cuando estos mandatos se relacionan con etiquetas positivas como inteligente, cuidador o alegre.
Pensad, por un momento, en su experiencia. Son pequeños a los que se les pide que entretengan a los adultos y, en el peor de los casos, que se hagan cargo del estado mental (ansioso, depresivo, etc.) de sus mayores. Y cuando a una niña o un niño se le impone una única misión, gran parte de la valoración de su persona pasa por cumplir o no ese mandato.
Nos encontramos así con situaciones muy dolorosas para esa infancia a la que se le niegan las emociones dolorosas o incómodas para el mundo adulto y, en paralelo, que tengan una mente. Porque las misiones que imponemos a nuestras hijas e hijos tienen muchas veces relación con el trauma de los adultos que, entienden, cumplir o no con ese objetivo en la vida es la única forma de salvarse o permanecer protegidos.
Esta negación de la mente infantil y la imposición de los estados mentales deseados de los adultos, tiene consecuencias catastróficas para el desarrollo de las niñas y niños, porque difícilmente podrán reconocer, valorar y atender en sí mismos las sensaciones que sus mayores no pueden aceptar y relegan a una cajita negra y apartada de su conciencia.
Estas niñas y niños van desarrollando poco a poco una máscara, entendiendo que no pueden salirse de ese rol impuesto, porque lo que hay fuera es como “La Nada” de la historia interminable, un vacío sobrecogedor que amenaza con tragarlos y hacerlos desaparecer. Y eso es terrorífico.
Pero, lo peor de todo, es que esa máscara habitualmente acaba formando parte de su identidad, es decir, se la acaban creyendo, y es, por tanto, el prisma a través del cual miran su estado interno, sin saber que hay sensaciones en su cuerpo que no pueden reconocer, validar y escuchar, porque sencillamente nadie pudo resonar empáticamente con ellas en su momento.
En la escuela, además, suelen repetir el mismo patrón de casa. Son niñas y niños alegres y simpáticos, cuyo dolor, muchas veces se expresa de manera indirecta, por lo que pueden ser buenos seguidores de los acosadores que maltratan a otras niñas o niños, riéndoles las gracias, pero pasando desapercibidos.
Esta contradicción, en términos de “soy divertido” pero “maltrato a los demás”, suele ser muy difícil de gestionar para ellas y ellos, por lo que no es extraño que levanten barreras disociativas para que no entren en conflicto ambas realidades, dado que ese conflicto sería amenazante para el núcleo de su autoestima que, en muchos casos, podría expresarse así: “soy alegre, soy divertido, hago sentir bien a los demás, y sólo puedo quererme si es así como me miran y me veo”.
Reproducen así el mismo patrón de sus mayores, porque hay necesidades y partes de su persona que no pueden reconocer porque resultan amenazantes, por lo que corren mucho riesgo en el futuro de relacionarse así con sus propios hijos.
Expuestos a esta presión, pueden llegar a un punto de ruptura, en el que, como una olla a presión, salgan rompiéndolo todo todas esas experiencias corporales disociadas que, cuanto menos caso se les hacen, más luchan por que se les preste atención, porque son fundamentales para la protección y el bienestar de la persona. Entonces, el mundo adulto, que había atribuido a la niña o niño desde edades muy tempranas las características que a él le convenía para protegerse, muestra una terrible confusión porque, ¿quién es esta niña o este niño que aparece ahora?
No es extraño, entonces, que le impongan todo el peso del castigo. Pero un castigo sibilino, oculto, que no parece un castigo, porque nuestro deseo perverso sigue siendo que ella o él nos regule desde el lado que nos gusta, es decir, siendo “la alegría de la casa”.
Llegados a este lugar, esta infancia —a la que quizás también podríamos atribuir la etiqueta de mal-tratada— se encuentra en una situación de doble vínculo que hace temblar los cimientos de su salud mental, porque tienen que aceptar dos misiones incompatibles: alegrar a la peña, y cargar con el dolor y la decepción de unos mayores que, por sus guiones de vida, no pueden tolerar el malestar infantil porque compromete su seguridad y les llena de vergüenza.
Os preguntaréis como intervenir en familias que han llegado a este ajuste que pone en riesgo la salud mental de la infancia, ¿verdad? Pues la respuesta no es sencilla, porque normalmente nuestra propuesta de intervención no cuadra con la demanda con la que acude la familia (que mi hijo se controle, que no cambie, y que siga siendo la felicidad que me falta). Porque, una intervención eficaz normalmente, no será con las niñas y niños afectados, sino con las personas adultas para que puedan sostener, primero, las emociones desagradables o dolorosas que se acumulan en el propio cuerpo, cambiando patrones de autorregulación emocional que han fraguado por el paso del tiempo; ayudarles a enriquecer una narrativa dominante caracterizada por la atención sostenida en los problemas que expresa el niño, con elementos subyugados que tienen que ver con el trauma y el dolor que, hasta la fecha, han sido incapaces de gestionar las personas adultas. Sólo así podrán entender que el síntoma de esas niñas y niños es, por ejemplo, una llamada de socorro hacia las únicas personas que pueden y deben sostener ese malestar, que es su familia.
Porque en el momento en que los adultos se hagan cargo de su propio mundo interior, con la seguridad por bandera, podrán tener la misma actitud hacia el dolor infantil, permitiendo que este fluya como debe ser, sin atorarse en su cuerpo.
Lecturas relacionadas:
BARUDY, J. (1998). El dolor invisible de la infancia: una lectura ecosistémica del maltrato familiar. Barcelona: Paidós Ibérica
BARUDY, J. y DANTAGNAN, M. (2010). Los desafíos invisibles de ser padre o madre. Barcelona: Gedisa
BATEMAN, A. y FONAGY, P. (2016). Tratamiento basado en la mentalización para los trastornos de la personalidad. Bilbao: Deslee de Brouwer
GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon
Gorka Saitua | educacion-familiar.com