Carta a la señora que me miró mal

[…] Hoy ha aprendido —un poco, al menos— que sus deseos son importantes, pero también que cuesta valor y esfuerzo defenderlos, y ha sentido placer en lograrlo. Así, sólo así, podrá entender la importancia que tienen los intereses de los demás, y que es un acto de amor respetar sus cosas y sus espacios, porque ellas y ellos los necesitan, igual que ella. […] 

Acababa de desembalar su cuerda nueva. Estaba pletórica. Quería probarla de todas las formas posibles, explorarla, saltar, ver qué se podía hacer con ella. De repente, apareció otro niño, mucho más grande que ella, y echó la mano a su juguete. Ella se escabulló, sin decir nada. Pero el otro, empeñado, seguía erre que erre, tratando de arrebatarle su tesoro.  

Dejé que se defendiera un rato, pero luego percibí que se empezaba a agobiar. Así que me agaché a la altura de los dos y le pregunté a ella:  

—¿Quieres dejarle la cuerda? 

—No, ¡quiero que se vaya! 

El niño volvió a agarrar la cuerda.  

—Puedes decirle que no quieres dejarle la cuerda. Dile: “no quiero dejarte la cuerda”.  

—No quiero dejarte la cuerda —repitió, visiblemente más segura.  

El niño entendió, y se marchó a jugar a otra parte.  

—Qué bien lo has dicho, Amara. Con mucha fuerza. Él lo ha entendido y te ha dejado jugar sola, como tú querías. Buen trabajo.  

Y chocamos las manos, que es lo que solemos hacer cuando logra algo importante.  

Pero, al levantar la mirada, percibí la mirada inquisidora de la abuela del niño. Esos ojos no daban lugar a dudas. No le había gustado lo que había hecho, ni cómo habría gestionado las cosas. Me juzgaba con aparente superioridad sentada en su banco.  

Pasé de su culo, claro.  

Allá usted, colega.  

Pero hoy, en un momento mejor, me gustaría escribirle una breve carta. Una carta que no es para ella, sino para todas las personas que no entienden el valor de los límites en la crianza.  

«Entiendo que se haya sentido molesta. Si de algo le sirve, confesaré que para mí tampoco ha sido fácil. No me apetecía disgustarle a usted ni a su nieto, pero lo que quizás usted no entienda es que con mis palabras estoy enseñándole a tratar bien a las personas.  

Para mí, es muy importante que trate bien a otras niñas y otros niños. No sólo por ellos, sino para sí misma. Somos seres que nos construimos en la relación con los demás, y quiero que ella tenga buena relación con las personas que elija. Pero, para ello, necesita necesariamente defender sus límites. Es la única forma de que pueda entender el valor que tienen los del resto.  

Hoy ha aprendido —un poco, al menos— que sus deseos son importantes, pero también que cuesta valor y esfuerzo defenderlos, y ha sentido placer en lograrlo. Así, sólo así, podrá entender la importancia que tienen los intereses de los demás, y que es un acto de amor respetar sus cosas y sus espacios, porque ellas y ellos los necesitan, igual que ella.  

La empatía no es una cualidad mágica que surge de la nada. Se basa en las experiencias que las niñas y niños tienen y en las que se sienten bien tratados. Y hoy mi hija se ha tratado bien a sí misma. Porque para ella su cuerda era importante, y era importante que fuera sólo para ella. Da igual que los adultos no lo entendamos. Era importante, y ha sabido defenderla.  

Ojalá este tipo de experiencias le calen bien adentro y, cuando sea más mayor, pueda aplicarlas a otras cosas o valores, defendiendo a una amiga que es maltratada por sus iguales, o una causa de altura, como puede ser la lucha contra el cambio climático. Porque lo que nos impide tomar partido por las causas que creemos justas es nuestra adherencia al rebaño, esto es, el deseo de complacer a la manada, reprimiendo nuestros intereses y nuestra forma de ser por no sentir la mirada reprobadora del resto.  

Una mirada como la que usted me ha colgado ahora, como si fuera el peor padre del mundo. Pero que habla más de su experiencia con los límites, que de la vivencia real de su nieto.» 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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