Adolescentes en la Euskadi de los 90, con ETA a todo trapo. Rock Radikal Vasco. Atentados, cargas policiales, cajeros quemados y mucha, muchísima mierda. Aún recuerdo la angustia de ver el cráter en el suelo. Y mientras nos cocíamos, hablábamos de ello.
Teníamos 17 años y éramos unos cafres.
Los sábados nos reuníamos todos en el txoko (local) de un amigo. Mucha cerveza y muchos cubalibres. El gin tonic todavía no se había puesto de moda.
Entre nuestros intereses, fastidiarnos entre nosotros, la SúperNintendo y sobre todo las chicas, que no nos hacían ni puñetero caso.
Igual por eso bebíamos hasta desfallecer. Como puñeteros orcos. Estábamos en esa época de la vida en la que beber es lo más divertido de la semana. Eso y las anécdotas de gente vomitando y por el suelo.
Estábamos todos. El que no calla. El que se mama con sólo una cerveza. El intelectual. El deprimido. El que se duerme abrazado a su botella. El malvado. El ligón. El que la lía parda. Y siempre había que llevar a alguno en volandas hasta su casa. Dejarlo en el felpudo, llamar al timbre y salir por patas.
Teníamos un ritual. Llegado el clímax de la borrachera, siempre había alguno que se apartaba y comenzaba a dar vueltas por unos frontones cubiertos. Cosas del alcohol. Caminar ayuda. Uno iba a hacerle compañía y acababa dando vueltas con él. Otro aparecía y se quedaba atrapado en el remolino. Y así acabábamos todos, hablando, cantando, y muchas veces muertos de risa, dando traspiés, con los pantalones por los tobillos.
Buenos tiempos. Menudo desparrame mental.
Era la Euskadi de los 90, con ETA a todo trapo. Rock Radikal Vasco. Atentados, cargas policiales, cajeros quemados y mucha, muchísima mierda.
Recuerdo un día en que me despertó un ruido brutal. Las ventanas de los vecinos estallaron. Al llegar al cole me enteré que a 200 metros de mí había explotado una bomba, y que el pobre hombre se había arrastrado 15 metros con las piernas amputadas hasta caer muerto. Todavía hoy recuerdo la angustia al pasar junto al cráter del suelo.
No eran temas ajenos. Nos afectaban. Y mientras nos cocíamos hablábamos de ello.
Al salir el tema el ambiente cambiaba. Se hacía más solemne. Los más borrachos trataban de espabilarse. Los que estaban dando tumbos se enderezaban. Y los que estaban haciendo el tonto se ponían serios. Solemnidad y respeto.
A la mesa 15 adolescentes. La mayoría con los pantalones por el suelo. De todas las ideologías políticas. Del partido popular, del PNV, de la izquierda abertzale y de izquierda unida. De cerveza, kalimotxo y cubata. Mezclados como habíamos caído.
El debate encendido. Que si qué narices dices. Que estás engañado. Que no tienes ni idea de lo que hablas. Que yo tengo razón sobre todo el mundo.
¿El resultado?
Quizás sea porque el alcohol obra milagros. O porque éramos personas que aún no habíamos crecido. O porque la abuela fuma en pipa. Pero siempre acabábamos brindando, dándonos abrazos como idiotas, y exaltando lo mucho que nos queríamos.
Alguno quedaba llorando, pero no por la política, sino porque le había venido a la cabeza la chica que le gustaba, y que no le quería. Entonces podía acercarse el maromo con el que más había discutido y, motivado por la culpa, se quedaba con él hasta que se le pasaba o se dormía.
Si adolescentes, borrachos y con gente muriendo alrededor conseguimos disfrutar del diálogo y de nuestras diferencias, confío en que los Catalanes también podáis hacerlo.
En esta batalla, como en cualquier otra, apostemos por los #BuenosTratos.
Autor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia es la teoría sistémica estructural-narrativa, la teoría del apego y la neurobiología interpersonal. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com